Una cancha llena y volcada con su equipo, el mayor triunfo de Laso. |
"De momento han conseguido la Supercopa y la Copa y van a por Euroliga y Liga, independientemente de que lo consigan o no ya se han asegurado un lugar en la memoria del buen aficionado por un estilo de juego que nos hace felices. Tras tantos años de imposiciones tácticas, mamporrerismo bajo el eufemismo de "deporte de contacto", y entrenadores especuladores que nos robaron el espectáculo con el pretexto de que sólo les valía ganar, Pablo Laso nos deja este regalo con este grupo de jugadores y esta filosofía de juego. Sea cual sea el resultado, a muchos de nosotros ya nos han ganado."
Aquello lo escribíamos en
Semana Santa del presente año, hace unos dos meses y medio. Con el curso ya
finiquitado y por tanto llegada la hora de hacer balance seguimos pensando lo
mismo. Mucho se está hablando de la temporada blanca en términos absolutos de
fracaso y decepción, poniendo en duda la validez de una gran temporada regular
si se pierden las finales. No estamos de acuerdo con tales apreciaciones, y
vamos a tratar de explicarlo, sin intentar convencer a nadie, pero si buscando
que el amable lector tenga más elementos de juicio a la hora de dictar
sentencia sobre el actual proyecto baloncestístico del Real Madrid, la apuesta
de Pablo Laso, y la calidad e importancia del grupo de jugadores contemporáneo.
Para empezar creo que habría
que desterrar de manera radical el pensamiento de que este estilo de juego
ofrece simplemente (como si fuera poco) goce estético pero no triunfos, éxitos
o títulos. Si nos centramos en la trayectoria en partidos oficiales de los tres
años de Pablo Laso al frente del equipo madridista, los datos son concluyentes
y demoledores. El técnico vitoriano ha dirigido 212 encuentros en los que se ha
llevado el resultado a su favor en 177 de ellos. Un brutal 83.5% de victorias. Todo
ello además en una progresión creciente. Si la primera temporada de Laso, el
Real Madrid jugaba 66 partidos ganando 48 (72.7%), a la siguiente la cifra se
estiraba hasta los 76 encuentros siendo 61 de ellos victorias (80.2%), para
este curso llegar a nada menos que 80 partidos, de los cuales se ha ganado en
68 (un redondo 85%) Es decir, con Laso el Madrid ha jugado cada temporada mejor
y ha ganado más partidos. Ha habido progresión y crecimiento. Respecto a los títulos,
de los doce oficiales a los que ha optado este equipo durante la era Laso, se
han conseguidos cinco (dos supercopas, dos copas y una liga), pero se ha
luchado por casi todos (de doce finales posibles se ha llegado a nueve) Una
barbaridad, créanme, es una barbaridad, porque por mucho que recurramos a la
grandeza histórica del Real Madrid, hay que recordar que desde el periodo 1993-1995
no veíamos al club blanco ganar títulos tres años seguidos. Entre otras cosas
porque el baloncesto europeo es cada vez más competitivo, con equipos rusos,
turcos o griegos manejando grandísimos presupuestos. Y entre otras, claro,
porque el baloncesto madridista se convirtió en una especie de reflejo del mito
de Sísifo, empeñado en subir cuesta arriba con una pesada carga a sus espaldas
para una vez a punto de coronar la cumbre volver a empezar. Siempre desde cero.
Aquellos años en los que veíamos desfilar a los Maljkovic, Imbroda o Lamas,
todos entrenadores de enorme prestigio pero incapaces de dotar de identidad y
alma al baloncesto blanco, hasta la llegada de Joan Plaza, quien salió por la
puerta de atrás a consecuencia de la fallida apuesta de Ettore Messina, y a
quien, ironías del destino, ahora algunos añoran después de despellejarlo vivo.
Plaza fue un soplo de aire fresco en el basket madridista y el hombre que
devolvió identidad, orgullo e ilusión a los seguidores del club blanco. Y Pablo
Laso le ha superado en insuflar toneladas de ilusión a un Palacio de Los
Deportes que ha vivido las mayores fiestas baloncestísticas que se recuerdan en
mucho tiempo. Por tanto el veredicto debe ser claro, la apuesta de Laso es
mucho más ganadora que perdedora si somos justos a la hora de aplicar la
balanza.
Joan Plaza, despreciado por Florentino. ¿Cometerá el mismo error con Laso? |
No obstante la actual
temporada madridista deja un regusto amargo, precisamente por la excelencia del
juego desplegado meses atrás. Lo cual lleva a plantear un debate que si lo
afrontamos de manera sana y con la conveniente higiene mental que se debe tener
a la hora de hablar de deporte no negamos que puede resultar interesante.
Debate que busca poner en entredicho, según algunos, la importancia de lo que
se haga durante la temporada, liga regular y liguillas varias, y dar toda la
trascendencia a las finales. En nuestra opinión, y este es un concepto vital
que va más allá del baloncesto, tan importante es la meta como el camino. Es
más, incluso podríamos llegar a afirmar que importa más lo segundo, ya que la
meta es el fin, la conclusión, la última parada tras la cual ya sólo asoma el
vacío, pero el verdadero disfrute se produce durante el camino. Sucede con el
mundo del deporte que hay una perversión resultadista que prevalece sobre el
trabajo (sin darse cuenta de que en realidad el resultado no es si no fruto de
dicho trabajo), la cual impide valorar la alegría del momento o la
espectacularidad del paisaje. Y el paisaje que nos ha acompañado a los
madridistas durante la temporada es realmente inmejorable. Es comprensible que
quien se haya acercado a este equipo únicamente durante el fin de semana de la
Final Four en Milán, o en estos pasados días de las finales ACB, se haya
sentido decepcionado y se plantee la validez de la propuesta de Pablo Laso. Sin
embargo quien haya visto (y disfrutado) el juego madridista desde el comienzo
de la temporada (diría más, desde el comienzo de la temporada 2011-2012, la
primera con el vitoriano en el banquillo), lleva en sus alforjas un bagaje
emocional baloncestístico muy distinto (y evidentemente superior) que el del
aficionado incapaz de perder un segundo de su tiempo viendo un partido de liga
regular. Al final hemos sucumbido al Síndrome de Stendhal. Un arrebato
melancólico por la belleza nihilista y presunta futilidad que ha manejado a
este equipo. Llegados por tanto a un punto en el que el valor estético lo
envuelve todo. Como siempre en la vida, se trata de elegir las opciones, y el
baloncesto-arte es una de ellas. Nos aferramos a ello precisamente ahora,
cuando más bofetadas nos dan y la silla del arquitecto de este equipo para mí
ya inolvidable se tambalea. Todas las opiniones son respetables, por eso urge
levantar la voz para reclamar respeto por la propia, aunque uno no puede sentir
evitar ese pesimismo al que le condena el trato reciente del club hacia su
sección de baloncesto. Ahora que hemos escalado tanto van a volver a ponernos
al comienzo de la montaña.
Hay un pensamiento tópico y
generalizado (y como todos los tópicos, tiene gran parte de falsedad) que dice
que ganar es lo único que importa y que nadie se acuerda ni de los subcampeones
ni los segundos clasificados. Es decir, sólo manda el resultado. No hay más que
echar un vistazo a la historia universal del deporte, sus grandes mitos y
hazañas, para darnos cuenta de la irrelevancia de ese argumento. Uno de los
ejemplos más conocidos lo podemos encontrar dentro del deporte rey, el fútbol,
y uno de los equipos más recordados de todos los tiempos. La Holanda de los
años 70, que pasó a la historia con el apelativo de La Naranja Mecánica,
contando en sus filas con jugadores como Neeskens, Jansen o Van Hanegem y sobre todo un flaco esteta de pies alados
llamado Johan Cruyff, cuya espigada figura sobre el verde césped evoca
auténtico caviar futbolístico para el aficionado. Era un grupo de jugadores que
llegaba a los terrenos de juego con tintes revolucionarios, los que pregonaba
su líder espiritual desde el banquillo, Rinus Michels, quien hablaba de “fútbol
total” y afinaba una orquesta en la que las individualidades se ponían al
servicio del colectivo. Aquel equipo legendario maravilló al planeta, pero
nunca los vimos levantar ningún título. Cuando llegaban las finales aparecía la
Alemania, Checoslovaquia o Argentina de turno para privarles de ver compensada su
excelencia en el juego con el brillo refulgente de alguna copa. A efectos
meramente resultadistas su nombre no debería figurar en los libros de historia,
a diferencia de por ejemplo la Grecia del 2004 campeona de Europa en Portugal. Dudo
mucho que haya un solo aficionado que no recuerde y valore más la Holanda de
los 70 que la Grecia del 2004. Sin
salirnos del fútbol, en Europa aún se recuerdan las andanzas continentales del
Real Madrid de La Quinta del Buitre, especialmente aquella maravillosa
temporada en la que eliminaron primeramente al Nápoles de Giordano, Careca y
Maradona, posteriormente al Oporto, vigente campeón de Europa por entonces con
Madjer y Rui Barros (Futre acababa de enrolarse en las filas rojiblancas del
Atlético de Madrid), y más tarde al Bayern Munich de Matthaus, Augenthaler,
Hughes, Brehme, y aquel extraordinario guardameta belga que era Jean Marie
Pfaff. Proeza tras proeza para finalmente nunca levantar la “orejona”. El PSV
de Guus Hiddink que no ganó un partido desde cuartos de final fue el campeón de
aquella edición. El título fue para el equipo holandés, pero el fútbol lo puso
el Real Madrid.
Fuego Naranja |
El anhelado cetro europeo fue
algo que nunca pudieron conseguir, y volvemos ahora al baloncesto, jugadores
irrepetibles como Solozabal, Epi, Jiménez o Norris. Aquel Barcelona de Aíto
García Reneses era uno de los equipos que mejor baloncesto practicaba a finales
de los 80 y principios de los 90. Nunca conquistó Europa, pero si se ganaron un
lugar en la memoria de los buenos aficionados, cosa que no se puede decir del
Limoges de Bozidar Maljkovic, campeón continental en 1993 y del que si nos
acordamos es para recordar el tipo de baloncesto que no deseamos volver a ver
en las canchas. Y como no recordar más recientemente dentro de la mejor liga
del baloncesto del mundo a equipos maravillosos como los Warriors de Don
Nelson, los Kings de Rick Adelman, o los Suns de Mike D’Antoni. Nunca les vimos
siquiera jugar unas finales por el título, pero se ganaban aficionados en todo
el globo terráqueo. Piensen incluso en una franquicia campeona y ganadora como
San Antonio Spurs, a la que se pone como modelo y ejemplo de trabajo bien hecho
gracias a sus cinco anillos conseguidos en la era Popovich. Sí, han sido cinco
anillos, pero han necesitado casi 20 años para ganarlos, pasando nada menos que
siete temporadas desde su anterior título hasta el actual. Años en los que
incluso los vimos caer en alguna ocasión en primera ronda de play offs. Pero siguieron
confiando en su entrenador, en su bloque y en sus jugadores veteranos. Porque
podían ganar o perder partidos, pero había una cosa que no estaban dispuestos a abandonar: su identidad.
Una identidad que al Real
Madrid le ha costado muchos años encontrar. Depende ahora de sus directivos y
mandamases, y sobre todo del mandamás supremo, mantener esa identidad una vez
que han encontrado un camino ganador o volver a dar palos de ciego y cometer
viejos errores del pasado reciente. Creo que la mayoría de aficionados tenemos
claro lo que queremos, pero ya sabemos que nuestra opinión, a los de la
poltrona, poco les importa.
En definitiva, términos como
los del “éxito” y el “fracaso” (que al fin y al cabo son dos impostores, como
Ruyard Kipling afirmaba en su célebre poema “If”), no dejan de ser relativos y
nunca absolutos. Ganar títulos es importante, y habrá quien piense de hecho que
es lo más importante. Pero existen muchos tipos de victorias. Victorias en el
día a día que van ligadas a aspectos anímicos, sentimentales o estéticos, bien
juntos o por separado. En ese sentido pocos entrenadores han sido más ganadores
que Pablo Laso en la historia del baloncesto madridista. La sonrisa que se
dibuja en el rostro de los aficionados que acuden al Palacio de Los Deportes de
la comunidad madrileña es su mayor victoria.
San Antonio Spurs, modelo de estabilidad también en la derrota y ejemplo en el que mirarse. |