Primavera de 1987. En la clase de gimnasia de primero de BUP del instituto Álvaro de Mendaña yo corría a paso seguro detrás de José Luis González, “Peque”. Peque era un referente en su juego, una especie de ídolo a pequeña escala, y no recuerdo porque razón, quizás en alguna pachanga o entrenamiento me confesó que también él era seguidor de los de Detroit Pistons. En la Ponferrada de 1986 aquello podía unirnos incluso más que confesarnos devotos de Johnny Thunders.
Aquella mañana yo corría seguro detrás del paso de Peque, al fin y al cabo y a nuestra escala local era mi ídolo. Le había visto dar pases por la espalda, pases sin mirar, o lanzar a canasta sin levantar la vista al aro (este último truco particularmente me lo apropié con estupendos resultados para mi estadística particular), todo ese repertorio insultante y engreído en cuanto a una magia que te abofetea que la habíamos visto por la tele a aquel tal “Magic” Johnson. Evidentemente yo, como buen sátrapa del baloncesto, intenté agenciarme aquellos trucos, por mucho que no me salieran. En todo caso lo de lanzar sin mirar al aro para despistar al defensor y anotar todavía más y engordar aquellas estadísticas anotadoras que me hacían ser máximo anotador partido tras partido y llegar a clase con aquellas pintadas en la pizarra de “Viva Epipepito”, que yo, siendo madridista y siendo mi mayor ídolo Chechu Biriukov, pues tampoco es que me supusieran ningún orgasmo adolescente deportivo (entre otras cosas porque con mi fama de feo, chepudo y desdentado sabía que no iba a suponer ningún aldabonazo en el estatus del insti, simplemente era la historia de un tipo feo y bajito que las metía casi todas)
Peque en ese sentido era otra cosa. Era rubio y guapo y parecía más hijo de California que de la extinta Montaña del Carbón de Ponferrada. Pero para mí sobre todo era otra cosa, era el tipo que daba pases por la espalda, pases sin mirar, y lanzaba a canasta sin mirar al aro. Y cuando acababa un partido cualquiera firmando yo 30 puntos en mi casillero, en realidad envidiaba a aquel chaval sólo porque había dado un paso por la espalda increíble.
Así sucedieron muchas tardes, muchos entrenamientos, muchos partidos...
Y un día, no puedo recordar ni como ni porque, aquel mago de los pases por la espalda con el que compartía cancha me confesó que era seguidor de los Detroit Pistons. Y aquel torpe imitador suyo que no sabía dar pases por la espalda pero metía 30 puntos por partido encontró además del gran referente en la estética del juego al gran aliado de lo que tenía que venir. No podía ser otro.
Y así estábamos en la primavera de 1987 cabalgando en un resuello frágil y fácil para jóvenes atletas como nosotros cuando le susurré a Peque unas palabras proféticas sólo paridas cuando corres en pantalón corto y tus huevos son golpeados por la brisa berciana. Y le dijé: “esta temporada seremos finalistas de conferencia, la siguiente campeones de conferencia y finalistas de la NBA, y la siguiente campeones y ganadores del anillo”. Aquellas débiles palabras, de un flacucho escolta que metía 30 puntos por partido, susurradas al oído de su base que repartía asistencias imposibles y lanzaba sin mirar el aro y yo le imitaba como el gran ursupador del talento que siempre he intentado ser (porque hasta para robar hay que valer), acabaron siendo proféticas. Unas finales de conferencia a 7 partidos frente a los mejores Celtics que yo haya visto (admitiendo aquí que en su día, por edad, no vi a los Russell, Havlicekc, etc), con aquel robo de Bird a Laimbeer en el G5 a falta de 5 segundos para canasta de Dennis Johnson, se lo cargó todo, retardó el dominió Piston pero respetó mi profecía, todavía me duele en el alma esa jugada... las finales del 88 con ese Kareem increíble, con 40 años, sentenciado desde el tiro libre, y el G7 con la canasta de A.C. Green para sentenciar un partido en el que en puridad fueron mejores desde el principio. Pero aquella hoja de ruta pergeñada desde el patio del Álvaro de Mendaña, susurrando al oído del mejor jugador que podía ver a mi lado en la cancha, y él único que en 1987 confesaba ser de unos Pistons que acabarían siendo equipo de moda, me sigue reconfortando y recordando porque sigo considerando que no hay deporte más mayúsculo que este y una competición a la altura de la NBA.
No la hay, no se puede entender si no como en 1987 dos flacuchos esmirriados, uno que daba pases por la espalda y otro que metía 30 puntos por partido, con apenas 13 o 14 años se declaraban fans de unos Detroit Pistons que jugaban a miles de kilómetros de nuestra casa. Pero tan cierto como que no puedo concebir mi vida sin los Jam, los Who o los Ramones, lo es que aquellos Detroit del periodo 87-90 dejaron una huella tan indeleble en mi vida como aquellos pases sin mirar de Peque, y no diré que es lo mejor que he visto nunca en este deporte porque gracias a Dios después he podido disfrutar muchas cosas a la atura o superiores, como el Madrid de Laso sin ir más lejos.
Feliz Navidad, y en 2022, por Dios, seven seconds or less... ni un paso atrás con el basket de especulación.
A lo loco se vive mejor.
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