domingo, 25 de diciembre de 2022

LAIMBEER EN CONTEXTO

 

Dentro de los tópicos habituales en el mundo del baloncesto por parte de los aficionados añejos, a los que más justamente hay que considerar ex-aficionados, debido a que no siguen el baloncesto actual más allá de unos eventos muy concretos (un Eurobasket, una Final Four de Euroliga, unas finales de NBA...) está el de mantener en su memoria a Bill Laimbeer en una posición estática e injusta en la historia de este deporte como un simple pívot mamporrero en la pintura de los Detroit Pistons de la segunda década de los 80, uno de los equipos, por otro lado, más fascinantes de todos los tiempos. Me atrevería a decir incluso que no ha habido un equipo en la historia que sin desplegar un juego que podríamos considerar brillante, y que de hecho a los ojos de hoy resulta caduco hasta límites absurdos (y aquí tengo que enfrentar a la realidad a ese ex-aficionado prisionero de la nostalgia recalcando que aquellos Pistons de Chuck Daly que ganaron dos anillos a finales de los 80 a duras penas podría ser equipo de play offs en la NBA actual) que haya sido capaz de generar tantos adeptos, devoción y culto. Y es que aquellos Detroit contaban con un talento muy limitado en unas contadas piezas exteriores, evidentemente Thomas y Dumars, más Vinnie Johnson desde el banquillo y en el alero primero un Dantley que con años a cuestas seguía siendo pura clase, y luego un Aguirre cuyo traspaso por el citado Dantley en febrero del 89 es clave para entender como la franquicia de la MoTown subió ese último peldaño que le faltaba para ser campeones de la NBA. Pero más allá del talento individual, de la capacidad de producir y generar juego, aquella banda de maravillosos macarras desplegaba un encanto seductor, un carisma peligroso y salvaje como el que puede percibirse con el Grupo Salvaje de Sam Peckinpah caminando hacia el cuartel del general Mapache con esa mezcla de nihilismo y pachorra. O mejor todavía y de manera más prosaíca, más canchera, era como si el equipo de hockey hielo de los Baltimore Chiefs que George Roy Hill había dibujado en la despiporrante “El castañazo” se hubiera hecho realidad, pero trasladada a la NBA.


En ese ecosistema pendenciero callejero, de una violencia casi amable, como la del niño que vuelve a casa sangrando porque ha tenido una pelea con el matón del barrio y el padre lejos de reprobarle reconoce orgulloso que un episodio así no contribuye a otra cosa que a aprender y a madurar en eso que entendemos como “la vida”, la figura de Laimbeer encaja como un guante, como el chulo más fino dentro de una pandilla de desarrapados, para empezar porque, claro, y esto es fundamental, Laimbeer lejos de ser un macarra curtido en las calles, un superviviente de callejones oscuros y esquinas en las que brillaba el reflejo de una navaja, era lo que vulgarmente podemos entender como un “niño pijo”. Conocida es su frase “yo soy el único jugador de la NBA cuyo padre gana más que él”. Para el lector que desconozca el motivo, hay que recordar que el padre de Bill, William Laimbeer Sr, era un alto ejecutivo de la Owens-Illinois Inc., la mayor compañía de producción de envases de vidrio del mundo. Un millonario no obstante lo suficientemente demócrata y liberal como para que su hijo pudiera labrase su propio camino en las canchas sin que nadie le regalase nada. Pero ese origen feliz y acomodado de Laimbeer da mayor mérito si cabe a su adhesión a un baloncesto labrado a golpes, sin que pudiera haber mayor contraste con su líder, aquel demonio llamado Isiah Thomas que creció en el West Side de Chicago, uno de los barrios más pobres y conflictivos de la ciudad de Illinois, donde las pandillas acechaban constantemente para reclutar aquellos chavales a los que lo único que se les ofrecía era el “o con nosotros o contra nosotros”. En la biografía de Thomas se relata el escalofriante suceso de aquella noche de 1966, cuando la banda conocida como los Vice Lords se presentó con 25 de sus principales miembros en la casa de Mary Thomas (el padre había abandonado a la familia, otro desgraciado tópico de la NBA que emparenta a Thomas con genios posteriores del tamaño de LeBron James) para llevar a sus filas a alguno, o algunos, de los siete hijos varones de la señora Thomas, entre los que se encontraba el pequeño Isiah. Y de hecho algunos sucumbieron y se arrojaron a aquel mundo cruento de las calles en las que se vieron manejando con la misma facilidad un revolver que una jeringuilla. Thomas significaba en ese aspecto el ejemplo de superación, de salvación a través del baloncesto, una salvación que Laimbeer, quien disfrutaba de una plácida infancia y mejor educación posible en el tranquilo barrio de Clarendon Hills, a las afueras de, también Chicago, nunca necesitó.


Bill Laimbeer pudo haberse dedicado a cualquier cosa que le hubiese apetecido con la tranquilidad del colchón financiero familiar, sabedor de que siempre tendría una vuelta atrás, un “reset” frívolo que se pueden permitir quienes juguetean pero no arriesgan. Pero su camino estaba en las canchas, y por duro que fuese nada le iba a impedir llegar a la élite, labrándose una carrera en la que absolutamente nada tenía que ver la posición de su padre. La cancha no engaña. En el instituto de Palos Verdes, California, una vez mudada la familia allí, empezó a hacerse un muy pequeño nombre. Una foto en blanco y negro con penosa resolución y Laimbeer realizando un tiro en suspensión es el único documento que permanece en las hemerotecas para quien intente discernir como era el Laimbeer jugador de baloncesto adolescente. Notre Dame, en Indiana, estado de puro baloncesto, sería su elección universitaria, no sin dificultades. Fuera del equipo tras su primer año, tuvo que pasar dos semestres en el Owens Technical College de Toledo, Ohio, antes de ser readmitido con los Fighting Irish, un “college” que por aquellos finales de los 70 era de los más potentes de la NCAA, de hecho Laimbeer llegó a disputar la Final Four por el título de 1978 (la primera en la historia para los de Indiana) que finalmente se llevó el Kentucky entrenado por Joe B.Hill y con jugadores como Rick Robey, número 3 del draft de aquel año o Jack Givens como principales figuras (además de un tal Mike Phillips de enorme recuerdo posterior para el baloncesto español) La estadística oficial deja unas medias de 7.4 puntos y 6.3 rebotes en su etapa universitaria saliendo desde el banquillo. Números nada llamativos que le hacen caer a la tercera ronda del draft de 1979 (el de “Magic” Johnson... y su compañero Vinnie Johnson) elegido por Cleveland con el número 65 por detrás de un buen número de jugadores con una evidente peor carrera posterior. La perspectiva era tan poco halagueña que, como muchos otros jugadores de recuerdo indeleble (Kurt Rambis en Grecia por ejemplo) decide empezar su carrera profesional en Europa antes de dar el salto a la NBA. El recién ascendido Pinti Inox Brescia de la Lega italiana fue el destino elegido después de ser descartado por otros equipos, como por ejemplo el Barcelona. Un joven proyecto donde desarrollar su baloncesto sin presión alguna. Tan joven era aquel proyecto que como tercer entrenador contaban con un chaval de 18 años de la propia ciudad lombarda loco y enamorado del deporte de la canasta. ¿Su nombre? Sergio Scariolo. Aquel equipo debutante llega contra pronóstico a disputar los play offs por el título ante el intratable Varese de Bob Morse y Dino Meneghin. Laimbeer deja unas medias de 21.1 puntos y 12.5 rebotes que intuyen un potencial a punto de liberarse, e incluso más importante, para un chaval de 22 años, la prueba de madurez de jugar en otro país, otro continente, otra cultura.


Un año feliz en Italia.





Vuelta a Estados Unidos donde Cleveland le espera, un equipo con pocas aspiraciones en aquellos primeros 80 y donde no tarda en hacerse titular y un jugador básico en los esquemas de los hasta cuatro entrenadores que llega a tener en apenas temporada y media en la franquicia de Ohio, tan convulso e inestable era el panorama en aquellos Cavs. Entre aquellos técnicos se encontraba quien acabaría siendo figura clave en su carrera, un Chuck Daly despedido en marzo de 1982 después de un pobre balance de 9 victorias por 32 derrotas. Laimbeer no pudo lamentar aquel despido ya que él mismo un mes antes salía de Cleveland en el trade que cambiaría todo en su carrera. La noche del 16 de Febrero de 1982 y sólo 15 minutos antes del cierre de mercado de traspasos en la NBA, Detroit y Cleveland llegaban a un acuerdo por el que los de Ohio recibían a Phil Hubbard, Paul Mokeski y las dos primeras rondas del próximo draft a cambio de Laimbeer y Kenny Carr, quienes hacían las maletas rumbo a la MoTown. El gran nombre parecía el de Carr, con sus imponentes15.2 puntos y 10.3 rebotes por partido. Pero revisando la hemeroteca las declaraciones del general manager de Detroit por aquel entonces, Jack McCloskey, son absolutamente reveladoras. El objetivo del traspaso era hacerse con Laimbeer, pese a presentar unas medias prácticamente la mitad en puntos y rebotes que Carr. Anticipando todo lo que iríamos viendo posteriormente con la irrupción de la estadística avanzada en el mundo del baloncesto, McCloskey reveló que manejaba una particular estadística con diez apartados distintos con valoraciones del 1 al 10 en las que había que sumar un total por encima del 80. Laimbeer pasó aquella peculiar prueba, más allá de que no pareciese un gran anotador o reboteador. 30 años después de aquel movimiento McCloskey recordaba que le había llevado a lanzarse a por Bill: "Lo vi jugar cuando jugamos contra Cleveland. Les ganamos bastante bien esa noche, pero lo vi competir hasta que se pitó el último silbato. Nosotros no teníamos demasiados tipos grandes entonces y tenía que tratar de atraparlo. No tenía un juego de pies elegante ni nada de eso, pero quería ganar". El resto sería historia para una MoTown que vivía ilusionada aquel 1982 el año rookie de Isiah Thomas y que dos años después vería el reencuentro de Daly con Laimbeer. Fichado en el verano de 1984 por Jack McCloskey, arquitecto en la sombra de los “Bad Boys”, el mítico entrenador reconocería en 1995 que el mensaje que le lanzó el GM era claro: había que hacer algo nuevo, especial, distinto, con la defensa. Daly reconocería que no tenía claro que era aquello nuevo que podía hacer y lo buscó no en la defensa, si no en el ataque. Bajando el ritmo de los partidos y alargando las posesiones, mientras la mayoría de los equipos buscaban el aro rival en el menor tiempo posible aquellos Pistons mecidos por la mano de Thomas especularían con el reloj de posesión sin el mínimo descaro. Parecía un pecado mortal para la mejor liga de baloncesto del mundo, un espectáculo congratulado en que el consumidor no pudiera siquiera pestañear. Y sin embargo aquello que pudiera parecer una afrenta al entretenimiento dejó algunas de las temporadas más vibrantes de la historia de la NBA.


En ese contexto gran parte de la memoria colectiva sigue empeñada en recordar a Laimbeer como apenas un mamporrero, una figura más próxima al pressing catch que al baloncesto junto a su compañero de la zona, aquel Rick Mahorn quien si era un jugador limitado y con la defensa y neutralización del rival como principal valor. Pero en Laimbeer había mucho más.


Los 619 triples intentados en sus 15 años de carrera NBA parecen una broma en el baloncesto actual, pero Laimbeer aterriza en una liga que había instaurado la línea de la larga distancia sólo un año antes. Si el intento triple era un recurso muy secundario, una alternativa exterior cuando se cerraban las vías habituales del bloqueo y continuación para finalizar lo más cerca del aro posible, o una bala desesperada buscando épicas remontadas, verlo en manos de un cinco se convertía en auténtico anatema. Laimbeer fue pionero como pívot tirador. Más allá de sus números en la larga distancia, débiles si se confrontan con el panorama actual pero voluptuosos en aquellos primeros años del triple, hay que reconocer el empeño del jugador en abrir una vía que parecía vetada a los hombres altos. En aquel baloncesto de cloroformo que imponía Daly, Laimbeer sabía encontrar su momento en la cabecera exterior desde donde ejecutaría con la larga distancia o incluso ayudaría a la circulación del balón. Sin ser un pívot especialmente dotado y habilidoso en el pase y a sideral distancia de esos bases en cuerpo de pívots que hemos visto desde Arvidas Sabonis hasta Nikola Jokic, Laimbeer era un jugador dotado de eso que se conoce como “IQ” baloncestístico, conocimiento y sentido del juego, hasta el punto de ser el tercer generador de juego principal de los ataques estáticos de Detroit por detrás de Thomas y Dumars. Algo de aquello debía haber pergeñado en su momento McCloskey en su particular escala estadística cuando tuvo claro que hacerse con Laimbeer iba a dar al juego de su equipo una dimensión superior. Aquellos años gloriosos de los Pistons, concretados principalmente en el periodo 1986-90, o alargado incluso al 91 pese a ser barridos por los tiránicos Bulls de Jordan en las finales de conferencia, saldados con cinco finales de conferencia, tres finales por el título de campeones, y dos conquistas del anillo, no se pueden entender sin la figura de un Laimbeer que lejos de la exuberancia física de los Ewing, Robinson u Olajuwon llegó a estirar su record de partidos consecutivos en 685, una de las mayores rachas de la historia, y durante el periodo de 1982 a 1990 no hubo ningún jugador que capturase más rebotes defensivos que él, en una década dominada por pívots de la calidad de los tres citados anteriormente. Encasillar a Laimbeer como un mero jugador defensivo siempre al borde de la legalidad es una injusticia atroz, y propia, en todo caso, de quienes tienen una mirada sobre este deporte muy limitada.


Daly, el mentor.





Y es que se trata de reconocer a Laimbeer mucho más allá de ese nostálgico cromo ochentero y otorgarle su papel en la historia de este deporte. Reconocer ese referido “IQ” que años después hemos visto trasladado a los banquillos, convirtiéndose, y no es gratuíta la afirmación, en uno de los mejores entrenadores de la historia de la WNBA.


Hace 20 años Laimbeer volvía al Palace de Auburn Hills para sentarse en el banquillo del joven proyecto de baloncesto femenino en la ciudad del motor, las Detroit Shock, primero como asistente de Greg Williams, a quien releva en 2002 para convertir a aquel equipo en uno de los mejores de la competición, apoyado en su viejo compinche de la zona como ayudante, el bueno de Rick Mahorn. Por mucho que pudiera parecer una de las parejas más bizarras jamás vistas en un banquillo la trayectoria es absolutamente espectacular. Tres títulos de campeonas en seis temporadas completas de Laimbeer (el primero en 2003 todavía sin Mahorn) reflejan un dominio incontestable, lo que se entiende como una dinastía. Posteriormente cinco temporadas con las New York Liberty, con dos finales de conferencia como mayores logros, y sus últimos cursos en Las Vegas Aces a quienes ha hecho campeonas Becky Hammon, le confirman como uno de los grandes nombres del baloncesto femenino estadounidense. Gloria absoluta para una Hammon quien en su primera temporada como entrenadora principal se ha estrenado con el título, pero justo es reconocer el crecimiento experimentado por la franquicia de Las Vegas de la mano de Laimbeer, llevándolas a las segundas finales de su historia en 2020 (las primeras habían sido en 2008, cayendo precisamente ante las Detroit de Laimbeer) A sus 65 años, y habiendo dejado el banquillo de Las Vegas la pasada primavera (y siendo uno de los principales valedores para que Becky Hammon le relevase), el mítico ex-jugador y entrenador anunciaba que no entraba en sus planes volver a entrenar. Toca dedicarse a su familia y su granja de Michigan, buscando una paz inconcebible en sus años de ardor guerrero protegiendo el aro de Detroit. Cuesta imaginarse al bueno de Bill plantando unos pepinos en una huerta o acariciando el lomo de un caballo, o cualquier otra bucólica actividad propia de una granja del midwest norteamericano, pero lo cierto es que, y este era el objetivo de estas líneas, más allá del cliché del Laimbeer soltando puños y codos, nos encontramos ante un hombre de baloncesto con una inteligencia y clarividencia tales como para lidiar con las aristas de su juego y potenciar sus virtudes que iban más allá del trabajo en cancha propia y se traducían en fecunda producción ofensiva para su equipo. Un jugador a su manera único en una época y en un equipo igualmente únicos en la NBA. El único equipo que consiguió transformar la fealdad, la acritud del juego, en algo fascinante que pudiera sumar cientos de miles de adeptos para su causa por todo el globo terráqueo. Un hombre de baloncesto.


...y la gloria como entrenador.



No hay comentarios:

Publicar un comentario