domingo, 4 de junio de 2023

EL LADO OSCURO DE LA FUERZA

 


El Palpatine de la NBA



La NBA de 2023 sigue gozando de una espléndida salud, la de un baloncesto renovado nacido de la revolución de 2001, tras la temporada con menor anotación desde 1955 y peor porcentaje de tiro desde 1969. Fue entonces cuando David Stern puso en manos de un comité presidido por Jerry Colangelo la salvación de un deporte que moría asfixiado por un músculo que atrofiaba el talento y en el que se abusaba del uno contra uno y el aclarado. Llegaron las defensas zonales, la penalización del “hand checking”, y el cambio de regla de “defensa ilegal” por los “tres segundos defensivos”. Después de unos 90 todavía intoxicados por el extraño magnetismo de los Detroit Pistons de finales de los 80 y de la dictadura de Jordan en el aclarado, con un baloncesto de ataque que de manera muy simple se llegaría a resumir en “dos jugando y ocho mirando”, el juego volvió a sumergirse en el vértigo y la rápida circulación de balón y una presión para el espectador de no poder apenas pestañear porque se iba a perder algo en ese segundo que sus ojos apartasen la vista de la cancha. La revolución se hizo visible especialmente a través de los Suns de D’Antoni y Steve Nash y su filosofía de “seven seconds or less”. Uno de esos equipos que a pesar de situar su particular Rubicón en las finales de conferencia (viviendo en un contexto frente a rivales tan formidables como los Lakers de Kobe primero con Shaq y posteriormente con Pau, los Mavs de Nowitzki y sobre todo su gran bestia negra que fueron los San Antonio Spurs con Popovich dirigiendo el más grande “big three” de la historia) merecen un lugar en los libros de historia por su influencia en el juego, como reverso luminoso del oscuro reverso que fueron, a su pesar, los Bad Boys de Daly del “showime” de los Lakers de Pat Riley, a la sazón los grandes rivales de Detroit en su lucha por el anillo una vez fueron capaces de superar a los Celtics de K.C. Jones, equipo históricamente recordado como ejemplo de brillo y espectáculo pese a que gran parte de su éxito estaba más basado en la dureza cercana a sus rivales de Michigan que al “flying circus” que representaban aquellos Lakers en los que “Magic” Johnson lanzaba pases de béisbol a un James Worthy que recibía a media pista para acabar hundiendo el balón en la canasta rival.

 

Si los 80 encuentran su imagen más icónica en los duelos Boston-Lakers y en la rivalidad “Magic”-Bird, justo es también recordar las enormes diferencias de estilo entre unos y otros, resultando los angelinos la parte más idealista, incluso nihilista del juego, frente a la visceralidad céltica. La jugada definitiva para entender esta diferencia la podemos encontrar en el estacazo de Kevin McHale a Kurt Rambis en las finales del 84. Una de las acciones más sucias de toda la historia del baloncesto con el añadido de que McHale era un talento superlativo, estrella universitaria de impacto inmediato en la liga y número 3 del draft de 1980, el mismo año en el que Rambis tenía que esperar a la tercera ronda para ser elegido en el número 58 por los New York Knicks, quienes le cortan en pretemporada teniendo que emigrar a Grecia, de donde procedían sus ancestros, antes de convencer a unos Lakers a los que llega con el rol de jugador defensivo, de obrero en la zona. La imagen del talentoso McHale atizando al abnegado Rambis confirma el paradigma de uno y otro equipo y la realidad de que la bandera del espectáculo la enarbolaban los de California.


Los Angeles Lakers del “showtime” de los 80, ideados por ese niño grande que era Jerry Buss, encontraban su rostro más allá de los pases mirando a la grada de “Magic” en la figura del dandy Pat Riley. Más de cuatro décadas después, y pese a los Jordan, Stern, Jackson o Popovich, es difícil pensar que haya una figura más relevante en la NBA desde los años 80, con una mayor continuidad y capacidad de adaptación al medio y espíritu de supervivencia que la del maquiavélico ex –jugador, entrenador y directivo neoyorquino.

 

Estrella universitaria, titular indiscutible en los Kentucky Wildcats del controvertido Adolph Rupp (sobre quien sus acusaciones de racista y supremacista blanco no parecen infundadas repasando sus declaraciones sobre los jugadores de raza negra) y uno de los protagonistas de la mítica final de 1966 frente a los Texas Western de Don Haskins (recordados por ser el primer equipo universitario que saltó a una cancha del baloncesto con un quinteto titular afroamericano), tuvo una discreta carrera como jugador en la NBA pero con la suficiente inteligencia para saber vivir a la sombra del enorme Jerry West. No era poca cosa ser “back up” de uno de los mejores escoltas de todos los tiempos quien tras tantas derrotas frente al infranqueable muro de los Celtics de los 60 de Bill Russell pudo por fin conseguir el anillo en 1972 ya con Chamberlain como primer espada y Russell dedicado a los banquillos. En ese roster estaba Riley, quien con sus 16.2 minutos en las finales ante New York era de hecho el sexto hombre de aquellos Lakers en un baloncesto en el que las rotaciones todavía eran un tanto limitadas.



That 70's Show


 

Se ha hablado y escrito mucho sobre la figura de Riley, la influencia y sombra paterna acechando constante en su vida. Su padre, Leon, había sido un mediocre jugador de las ligas menores de béisbol entregado al alcohol. Uno de tantos juguetes rotos, enamorados de un deporte idealizado pero que a nivel profesional significa una élite para la que no todos están llamados y la frustración puede convertir tu vida en un infierno del que buscas salir a base de aquellos paraísos artificiales de los que hablaba Baudelaire. No es descabellado pensar en la figura de Leon como un motor y acicate para su hijo Pat, cuya única idea en ese caso era la de no acabar como su padre. Por eso los años posteriores a la retirada de Riley, después de ser traspasado a Phoenix a comienzos de la temporada 75-76, significaban los más decisivos de su vida. Una vez colgadas las botas el resto de su vida sólo le podía deparar ser ese cromo setentero de la NBA dentro de un roster campeón saliendo desde el banquillo. No era, ni por asomo, un Jerry West, cuya ascendencia en la franquicia angelina pronto le abriría las puertas del banquillo laker. Riley tenía pocas cartas que jugar, pero no dudaría en aprovecharlas al máximo.

 

La historia es de sobra conocida, y más en estos días en los que entre HBO (con la adaptación del libro “Showtime” de Jeff Pearlman) y Disney (la serie documental “Legacy”), se he revisionado el nacimiento de aquellos Lakers cuyo legado icónico sigue superando al de cualquier otro equipo o franquicia. Riley aprovecha el mínimo resquicio posible para seguir ligado al baloncesto al máximo nivel y en concreto a los Lakers. No duda en acompañar a Chick Hearn, narrador de los partidos de los angelinos durante 41 años, en las retransmisiones de una cadena estatal, sabedor de que necesita cualquier ligazón por mínima que sea con la NBA. Alrededor suyo se suceden los movimientos en los despachos y banquillos. Jerry West da un paso al costado y llega Jack McKinney, quien no había sido nunca primer entrenador pero en su bagaje estaba el haber sido asistente de Jack Ramsay en los Portland de 1977. No era poca cosa si tenemos en cuenta que el propio Ramsay reconoció en su momento que la mayoría de las tácticas ofensivas de su equipo nacían del propio McKinney. El impacto del nuevo entrenador fue inmediato, nueve victorias en los primeros trece partidos de la temporada 79-80, la primera de “Magic”, y sobre todo la idea instaurada de un estilo de juego concordante al glamour de Hollywood, a la idea de Jerry Buss y a la búsqueda de ofrecer un show que, resultados aparte, vendiese entradas como el mayor espectáculo del mundo y obligase a las televisiones a pujar por retransmitir la nueva revolución en el deporte profesional estadounidense. Y llegó la tragedia. El fatal accidente de bicicleta de McKinney que le deja en coma y nos ofrece uno de los mayores “what if” de la historia. Nos quedamos sin saber hasta dónde hubiera podido desarrollar su idea de baloncesto ofensivo un McKinney quien pese a recuperarse de su fatalidad nunca volvió a tener las mismas facultades. Su segundo, Paul Westhead, lleva al equipo al título siguiendo la filosofía de su jefe. Pero no está solo en este logro. Hasta qué punto la llegada de Riley como segundo de Westhead depende del propio primer entrenador no está del todo claro, pero lo cierto es que supone el punto definitivo para comprender los Lakers de los 80. La temporada siguiente, con “Magic” lesionado durante gran parte del curso no pasan de primera ronda cayendo ante los Houston a la postre campeones de conferencia (y subcampeones de la NBA frente a Boston) y en el comienzo de la 81-82 se desata la tormenta. Tras caer por 26 puntos en San Antonio y con balance 3-3 “Magic” Johnson pide públicamente el traspaso afirmando no ser feliz con el juego del equipo. Westhead está sentenciado. Buss comprende que es un pulso entre su jugador franquicia y un entrenador que aguanta cinco partidos más, tras ganar a Utah y pese a llevar una racha de cinco victorias seguidas “Magic” consigue lo que quiere, la salida de Westhead señalado por ralentizar el juego del equipo en beneficio del veterano pívot y capitán Kareem Abdul-Jabbar. Si a Lakers le había ido bien cuando Westhead tuvo que suplir a McKinney, ¿por qué no iba a pasar lo mismo con Riley tomando el puesto de Westhead?, como en una macabra partida de dominó, la caída de la ficha de McKinney desembocaba en Pat Riley como entrenador jefe de la potencialmente mejor escuadra de baloncesto del mundo por aquel momento. Meses después serían campeones ante Philadelphia. El primero de sus cuatro anillos (cinco si contamos el del 80 como asistente) como “head coach” angelino. Más allá de la evidente calidad y vistosidad del juego, Riley tiene algo de lo que sus antecesores carecían. El gancho, el carisma, el aura de un tipo duro, neoyorquino de origen irlandés capaz de manejarse en la jungla de la NBA sin que nadie le tosa y sin que se mueva un solo pelo de su perfecto cabello engominado ni asome una mísera arruga en sus elegantes trajes italianos. Los Lakers deslumbran en la cancha a la par que las cámaras buscan la imagen de un Riley ya convertido en ícono. Michael Douglas confesaría inspirarse en el estilo de Riley para interpretar su personaje de Gordon Gekko en “Wall Street”, un implacable corredor de bolsa falto de escrúpulos y amoral cuyo lema en la vida es “si quieres un amigo cómprate un perro”. Más allá de la evidente (y reconocida) influencia de Riley en el personaje que construye Douglas por estética, se reconoce la frialdad y ambición, la sed de poder de una figura que se despoja de cualquier sentimiento humano y cuyo único fin es la satisfacción personal. Esto se hará patente con el cambio de paradigma de Riley cuando se muda de Los Angeles a Nueva York. Antes sólo un breve apunte sobre el final del neoyorquino en California, campeón en el 88 ante unos Pistons que ya venían avisando, con Thomas lesionado en el sexto partido y la muy dudosa falta de Laimbeer sobre Jabbar que supone el triunfo y remontada angelina (4-3 en las finales), retenían título convirtiéndose en el primer equipo en hacerlo desde los Celtics de los 60. La hora señalada para los de Michigan acabaría llegando la temporada siguiente, frustrando el “three-peat” que Riley había registrado como “trade mark” para en caso de conseguir ganar el anillo tres veces seguidas inundar el mercado a base de merchandising a través de su empresa Riley & Co. Entrenador y hombre de negocios todo en uno. En el 90 y pese a ser proclamado Entrenador del Año por primera vez en su carrera y tras caer en play offs ante Phoenix Riley anuncia su retirada del banquillo angelino, consciente de que su ciclo ha acabado y dejando ya la impronta de un entrenador que nunca será cesado de un banquillo, será él quien elija el momento de su marcha. Como en un “flash-back” hollywoodense acepta trabajar como comentarista televisivo para la NBC, hasta que por medio de Rick Pitino recibe una oferta para entrenar a unos New York Knicks cuyo cartel como gran mercado era proporcional a su etiqueta de perdedores pese a contar con jugadores como Pat Ewing o Gerald Wilkins.

 

En la extensa mitología sobre el bien y el mal pocas expresiones culturales lo han explotado mejor que la saga cinematográfica de “Star Wars”, con la figura de Anakyn Skywalker/Darth Vader como ejemplo de conversión al lado oscuro dejando atrás principios finalmente quebrantables. El Riley de New York es un jedi pasado al lado oscuro de la fuerza, del “showtime” de los Lakers a la atrofia muscular de unos rocosos Knicks influenciados por aquellos Pistons que el propio Riley había sufrido en sus carnes. New York se convierte en uno de los equipos más odiados pero a la vez más competitivos del Este, con Riley llevando a jugadores propios y rivales hasta el límite. El baloncesto llevado a una expresión bélica donde no valen matices ni medias tintas. A vida o muerte. Cuatro temporadas con las finales de 1994 como mayor bagaje, el primero de los dos años que Jordan permite dar un respiro a sus rivales con los Rockets de Olajuwom como grandes beneficiados. Cuatro temporadas con un nivel de intensidad que supone un desgaste en el vestuario del que sólo puede salir un vencedor: el jugador o el entrenador. Riley, quien ya sabía lo que suponía tener a una estrella en contra después de vivirlo con “Magic” y Westhead en Los Angeles, llevó tan al límite a Ewing que le obligó a jugar lesionado gran parte de su última temporada y mandó a las duchas a Anthony Mason después de discutir con el jugador en medio de un partido. Llegado a este punto Riley planteó a la franquicia algo parecido al poder absoluto y el blindaje económico al más alto nivel. 50 millones en los siguientes cinco años, beneficios del 25% en las acciones de la franquicia y por supuesto control total en cualquier movimiento deportivo. Básicamente, y al igual que había hecho con los jugadores, llevar a la franquicia al límite de sus posibilidades, enfrentarles a un escenario de imposible resolución, tan imposible que Riley ya sabía cuál sería el resultado, porque ya había negociado a espaldas de New York su acuerdo para ser contratado por Miami Heat.


...y volver a ganar.


 

Y es en Miami donde mejor se puede entender su figura y legado. Más que en Los Angeles y en New York es en la franquicia de Florida donde mejor ha podido reflejar su filosofía de supervivencia y lucha descarnada, su sello particular. En una NBA en la que tanto se habla del empoderamiento de los jugadores, Riley, el mayor ejemplo de entrenador estrella jamás conocido, supuso un descarado caso de “tampering” que obligó a Miami a indemnizar a New York económicamente y con una primera ronda de draft, e instauró una rivalidad encarnizada a finales de los 90 que sería la primera de las muchas que han vivido los Miami de Riley (actualmente con Boston, con tres finales de conferencia entre ambos equipos en cuatro temporadas) Riley maneja los hilos de una franquicia a la que ayudó a crecer, en la que supo dar un paso al costado, y donde no tuvo reparos en destituir a Stan Van Gundy cuando consideró que con un roster en el que se encontraban Dwyane Wade, Shaquille O’Neal, Antoine Walker o Alonzo Mourning no se podía aspirar a otra cosa que no fuera el anillo, como así fue en 2006 ganando su quinto título como entrenador jefe (los mismos que Popovich, sólo les superan Jackson y Auerbach), del mismo modo que después de dirigir a la franquicia en el peor año de su historia (el 15-67 de 2008) no dudo en volver a los despachos y apostar por un joven Erik Spoelstra quien con 37 años se convertía en el entrenador más joven de la NBA, sin apenas experiencia más allá de sus años como asistente de Riley y sus recordados, por pintorescos pero igualmente meritorios, comienzos como montador de video para sesiones de “scouting” ante los rivales. Riley confió absoluta y plenamente en Spoelstra para dirigir a un equipo tan reforzado como lo significó la llegada de LeBron James y Chris Bosh y con quien ganaría dos anillos pese a perder sus primeras finales y escuchar voces criticando la falta de preparación de un técnico que actualmente es que el más temporadas lleva en un mismo banquillo tras el sempiterno Greg Popovich. 

 

Porque finalmente la tan cacareada “cultura Heat” lo que viene a demostrarnos es una cierta resiliencia, o quizás conservadurismo, el lampedusiano mantra de que todo debe cambiar para que todo siga igual. Los Heat nos recuerdan lo que cuesta de verdad un relevo generacional (que se lo pregunten a Brown y a Tatum, que se lo pregunten a Antetokounmpo) y que al final la calidad de una buena película de acción depende de cuán grande sea el villano. Unos Miami Heat colados de rondón de nuevo en unas finales de la NBA nos recuerdan, finalmente, que Riley siempre ha estado ahí aceptando ese papel. El de entregarse al lado oscuro de la fuerza.


Moviendo los hilos.