El Palpatine de la NBA |
La NBA de 2023 sigue gozando de una espléndida salud,
la de un baloncesto renovado nacido de la revolución de 2001, tras la temporada
con menor anotación desde 1955 y peor porcentaje de tiro desde 1969. Fue
entonces cuando David Stern puso en manos de un comité presidido por Jerry
Colangelo la salvación de un deporte que moría asfixiado por un músculo que
atrofiaba el talento y en el que se abusaba del uno contra uno y el aclarado.
Llegaron las defensas zonales, la penalización del “hand checking”, y el cambio
de regla de “defensa ilegal” por los “tres segundos defensivos”. Después de
unos 90 todavía intoxicados por el extraño magnetismo de los Detroit Pistons de
finales de los 80 y de la dictadura de Jordan en el aclarado, con un baloncesto
de ataque que de manera muy simple se llegaría a resumir en “dos jugando y ocho
mirando”, el juego volvió a sumergirse en el vértigo y la rápida circulación de
balón y una presión para el espectador de no poder apenas pestañear porque se
iba a perder algo en ese segundo que sus ojos apartasen la vista de la cancha.
La revolución se hizo visible especialmente a través de los Suns de D’Antoni y
Steve Nash y su filosofía de “seven seconds or less”. Uno de esos equipos que a
pesar de situar su particular Rubicón en las finales de conferencia (viviendo
en un contexto frente a rivales tan formidables como los Lakers de Kobe primero
con Shaq y posteriormente con Pau, los Mavs de Nowitzki y sobre todo su gran
bestia negra que fueron los San Antonio Spurs con Popovich dirigiendo el más
grande “big three” de la historia) merecen un lugar en los libros de historia
por su influencia en el juego, como reverso luminoso del oscuro reverso que
fueron, a su pesar, los Bad Boys de Daly del “showime” de los Lakers de Pat
Riley, a la sazón los grandes rivales de Detroit en su lucha por el anillo una
vez fueron capaces de superar a los Celtics de K.C. Jones, equipo históricamente
recordado como ejemplo de brillo y espectáculo pese a que gran parte de su
éxito estaba más basado en la dureza cercana a sus rivales de Michigan que al
“flying circus” que representaban aquellos Lakers en los que “Magic” Johnson
lanzaba pases de béisbol a un James Worthy que recibía a media pista para
acabar hundiendo el balón en la canasta rival.
Si los 80 encuentran su imagen más icónica en los
duelos Boston-Lakers y en la rivalidad “Magic”-Bird, justo es también recordar
las enormes diferencias de estilo entre unos y otros, resultando los angelinos la
parte más idealista, incluso nihilista del juego, frente a la visceralidad
céltica. La jugada definitiva para entender esta diferencia la podemos
encontrar en el estacazo de Kevin McHale a Kurt Rambis en las finales del 84.
Una de las acciones más sucias de toda la historia del baloncesto con el
añadido de que McHale era un talento superlativo, estrella universitaria de
impacto inmediato en la liga y número 3 del draft de 1980, el mismo año en el
que Rambis tenía que esperar a la tercera ronda para ser elegido en el número
58 por los New York Knicks, quienes le cortan en pretemporada teniendo que
emigrar a Grecia, de donde procedían sus ancestros, antes de convencer a unos
Lakers a los que llega con el rol de jugador defensivo, de obrero en la zona.
La imagen del talentoso McHale atizando al abnegado Rambis confirma el
paradigma de uno y otro equipo y la realidad de que la bandera del espectáculo
la enarbolaban los de California.
Los Angeles Lakers del “showtime” de los 80, ideados
por ese niño grande que era Jerry Buss, encontraban su rostro más allá de los
pases mirando a la grada de “Magic” en la figura del dandy Pat Riley. Más de
cuatro décadas después, y pese a los Jordan, Stern, Jackson o Popovich, es
difícil pensar que haya una figura más relevante en la NBA desde los años 80,
con una mayor continuidad y capacidad de adaptación al medio y espíritu de
supervivencia que la del maquiavélico ex –jugador, entrenador y directivo
neoyorquino.
Estrella universitaria, titular indiscutible en los
Kentucky Wildcats del controvertido Adolph Rupp (sobre quien sus acusaciones de
racista y supremacista blanco no parecen infundadas repasando sus declaraciones
sobre los jugadores de raza negra) y uno de los protagonistas de la mítica
final de 1966 frente a los Texas Western de Don Haskins (recordados por ser el
primer equipo universitario que saltó a una cancha del baloncesto con un
quinteto titular afroamericano), tuvo una discreta carrera como jugador en la
NBA pero con la suficiente inteligencia para saber vivir a la sombra del enorme
Jerry West. No era poca cosa ser “back up” de uno de los mejores escoltas de
todos los tiempos quien tras tantas derrotas frente al infranqueable muro de
los Celtics de los 60 de Bill Russell pudo por fin conseguir el anillo en 1972
ya con Chamberlain como primer espada y Russell dedicado a los banquillos. En
ese roster estaba Riley, quien con sus 16.2 minutos en las finales ante New
York era de hecho el sexto hombre de aquellos Lakers en un baloncesto en el que
las rotaciones todavía eran un tanto limitadas.
Se ha hablado y escrito mucho sobre la figura de
Riley, la influencia y sombra paterna acechando constante en su vida. Su padre,
Leon, había sido un mediocre jugador de las ligas menores de béisbol entregado
al alcohol. Uno de tantos juguetes rotos, enamorados de un deporte idealizado
pero que a nivel profesional significa una élite para la que no todos están
llamados y la frustración puede convertir tu vida en un infierno del que buscas
salir a base de aquellos paraísos artificiales de los que hablaba Baudelaire. No
es descabellado pensar en la figura de Leon como un motor y acicate para su
hijo Pat, cuya única idea en ese caso era la de no acabar como su padre. Por
eso los años posteriores a la retirada de Riley, después de ser traspasado a
Phoenix a comienzos de la temporada 75-76, significaban los más decisivos de su
vida. Una vez colgadas las botas el resto de su vida sólo le podía deparar ser
ese cromo setentero de la NBA dentro de un roster campeón saliendo desde el
banquillo. No era, ni por asomo, un Jerry West, cuya ascendencia en la
franquicia angelina pronto le abriría las puertas del banquillo laker. Riley
tenía pocas cartas que jugar, pero no dudaría en aprovecharlas al máximo.
La historia es de sobra conocida, y más en estos días
en los que entre HBO (con la adaptación del libro “Showtime” de Jeff Pearlman)
y Disney (la serie documental “Legacy”), se he revisionado el nacimiento de
aquellos Lakers cuyo legado icónico sigue superando al de cualquier otro equipo
o franquicia. Riley aprovecha el mínimo resquicio posible para seguir ligado al
baloncesto al máximo nivel y en concreto a los Lakers. No duda en acompañar a
Chick Hearn, narrador de los partidos de los angelinos durante 41 años, en las
retransmisiones de una cadena estatal, sabedor de que necesita cualquier
ligazón por mínima que sea con la NBA. Alrededor suyo se suceden los
movimientos en los despachos y banquillos. Jerry West da un paso al costado y
llega Jack McKinney, quien no había sido nunca primer entrenador pero en su
bagaje estaba el haber sido asistente de Jack Ramsay en los Portland de 1977.
No era poca cosa si tenemos en cuenta que el propio Ramsay reconoció en su
momento que la mayoría de las tácticas ofensivas de su equipo nacían del propio
McKinney. El impacto del nuevo entrenador fue inmediato, nueve victorias en los
primeros trece partidos de la temporada 79-80, la primera de “Magic”, y sobre
todo la idea instaurada de un estilo de juego concordante al glamour de
Hollywood, a la idea de Jerry Buss y a la búsqueda de ofrecer un show que,
resultados aparte, vendiese entradas como el mayor espectáculo del mundo y
obligase a las televisiones a pujar por retransmitir la nueva revolución en el
deporte profesional estadounidense. Y llegó la tragedia. El fatal accidente de
bicicleta de McKinney que le deja en coma y nos ofrece uno de los mayores “what
if” de la historia. Nos quedamos sin saber hasta dónde hubiera podido
desarrollar su idea de baloncesto ofensivo un McKinney quien pese a recuperarse
de su fatalidad nunca volvió a tener las mismas facultades. Su segundo, Paul
Westhead, lleva al equipo al título siguiendo la filosofía de su jefe. Pero no
está solo en este logro. Hasta qué punto la llegada de Riley como segundo de
Westhead depende del propio primer entrenador no está del todo claro, pero lo
cierto es que supone el punto definitivo para comprender los Lakers de los 80.
La temporada siguiente, con “Magic” lesionado durante gran parte del curso no
pasan de primera ronda cayendo ante los Houston a la postre campeones de
conferencia (y subcampeones de la NBA frente a Boston) y en el comienzo de la
81-82 se desata la tormenta. Tras caer por 26 puntos en San Antonio y con
balance 3-3 “Magic” Johnson pide públicamente el traspaso afirmando no ser
feliz con el juego del equipo. Westhead está sentenciado. Buss comprende que es
un pulso entre su jugador franquicia y un entrenador que aguanta cinco partidos
más, tras ganar a Utah y pese a llevar una racha de cinco victorias seguidas
“Magic” consigue lo que quiere, la salida de Westhead señalado por ralentizar
el juego del equipo en beneficio del veterano pívot y capitán Kareem
Abdul-Jabbar. Si a Lakers le había ido bien cuando Westhead tuvo que suplir a
McKinney, ¿por qué no iba a pasar lo mismo con Riley tomando el puesto de
Westhead?, como en una macabra partida de dominó, la caída de la ficha de McKinney
desembocaba en Pat Riley como entrenador jefe de la potencialmente mejor
escuadra de baloncesto del mundo por aquel momento. Meses después serían
campeones ante Philadelphia. El primero de sus cuatro anillos (cinco si
contamos el del 80 como asistente) como “head coach” angelino. Más allá de la
evidente calidad y vistosidad del juego, Riley tiene algo de lo que sus
antecesores carecían. El gancho, el carisma, el aura de un tipo duro,
neoyorquino de origen irlandés capaz de manejarse en la jungla de la NBA sin
que nadie le tosa y sin que se mueva un solo pelo de su perfecto cabello engominado
ni asome una mísera arruga en sus elegantes trajes italianos. Los Lakers
deslumbran en la cancha a la par que las cámaras buscan la imagen de un Riley
ya convertido en ícono. Michael Douglas confesaría inspirarse en el estilo de
Riley para interpretar su personaje de Gordon Gekko en “Wall Street”, un
implacable corredor de bolsa falto de escrúpulos y amoral cuyo lema en la vida
es “si quieres un amigo cómprate un perro”. Más allá de la evidente (y
reconocida) influencia de Riley en el personaje que construye Douglas por
estética, se reconoce la frialdad y ambición, la sed de poder de una figura que
se despoja de cualquier sentimiento humano y cuyo único fin es la satisfacción
personal. Esto se hará patente con el cambio de paradigma de Riley cuando se
muda de Los Angeles a Nueva York. Antes sólo un breve apunte sobre el final del
neoyorquino en California, campeón en el 88 ante unos Pistons que ya venían
avisando, con Thomas lesionado en el sexto partido y la muy dudosa falta de
Laimbeer sobre Jabbar que supone el triunfo y remontada angelina (4-3 en las
finales), retenían título convirtiéndose en el primer equipo en hacerlo desde
los Celtics de los 60. La hora señalada para los de Michigan acabaría llegando
la temporada siguiente, frustrando el “three-peat” que Riley había registrado
como “trade mark” para en caso de conseguir ganar el anillo tres veces seguidas
inundar el mercado a base de merchandising a través de su empresa Riley & Co.
Entrenador y hombre de negocios todo en uno. En el 90 y pese a ser proclamado
Entrenador del Año por primera vez en su carrera y tras caer en play offs ante
Phoenix Riley anuncia su retirada del banquillo angelino, consciente de que su
ciclo ha acabado y dejando ya la impronta de un entrenador que nunca será
cesado de un banquillo, será él quien elija el momento de su marcha. Como en un
“flash-back” hollywoodense acepta trabajar como comentarista televisivo para la
NBC, hasta que por medio de Rick Pitino recibe una oferta para entrenar a unos
New York Knicks cuyo cartel como gran mercado era proporcional a su etiqueta de
perdedores pese a contar con jugadores como Pat Ewing o Gerald Wilkins.
En la extensa mitología sobre el bien y el mal pocas
expresiones culturales lo han explotado mejor que la saga cinematográfica de
“Star Wars”, con la figura de Anakyn Skywalker/Darth Vader como ejemplo de
conversión al lado oscuro dejando atrás principios finalmente quebrantables. El
Riley de New York es un jedi pasado al lado oscuro de la fuerza, del “showtime”
de los Lakers a la atrofia muscular de unos rocosos Knicks influenciados por
aquellos Pistons que el propio Riley había sufrido en sus carnes. New York se
convierte en uno de los equipos más odiados pero a la vez más competitivos del
Este, con Riley llevando a jugadores propios y rivales hasta el límite. El
baloncesto llevado a una expresión bélica donde no valen matices ni medias
tintas. A vida o muerte. Cuatro temporadas con las finales de 1994 como mayor
bagaje, el primero de los dos años que Jordan permite dar un respiro a sus
rivales con los Rockets de Olajuwom como grandes beneficiados. Cuatro
temporadas con un nivel de intensidad que supone un desgaste en el vestuario
del que sólo puede salir un vencedor: el jugador o el entrenador. Riley, quien
ya sabía lo que suponía tener a una estrella en contra después de vivirlo con
“Magic” y Westhead en Los Angeles, llevó tan al límite a Ewing que le obligó a
jugar lesionado gran parte de su última temporada y mandó a las duchas a
Anthony Mason después de discutir con el jugador en medio de un partido.
Llegado a este punto Riley planteó a la franquicia algo parecido al poder
absoluto y el blindaje económico al más alto nivel. 50 millones en los
siguientes cinco años, beneficios del 25% en las acciones de la franquicia y
por supuesto control total en cualquier movimiento deportivo. Básicamente, y al
igual que había hecho con los jugadores, llevar a la franquicia al límite de
sus posibilidades, enfrentarles a un escenario de imposible resolución, tan
imposible que Riley ya sabía cuál sería el resultado, porque ya había negociado
a espaldas de New York su acuerdo para ser contratado por Miami Heat.
Y es en Miami donde mejor se puede entender su figura
y legado. Más que en Los Angeles y en New York es en la franquicia de Florida
donde mejor ha podido reflejar su filosofía de supervivencia y lucha descarnada,
su sello particular. En una NBA en la que tanto se habla del empoderamiento de
los jugadores, Riley, el mayor ejemplo de entrenador estrella jamás conocido,
supuso un descarado caso de “tampering” que obligó a Miami a indemnizar a New
York económicamente y con una primera ronda de draft, e instauró una rivalidad
encarnizada a finales de los 90 que sería la primera de las muchas que han
vivido los Miami de Riley (actualmente con Boston, con tres finales de
conferencia entre ambos equipos en cuatro temporadas) Riley maneja los hilos de
una franquicia a la que ayudó a crecer, en la que supo dar un paso al costado,
y donde no tuvo reparos en destituir a Stan Van Gundy cuando consideró que con
un roster en el que se encontraban Dwyane Wade, Shaquille O’Neal, Antoine
Walker o Alonzo Mourning no se podía aspirar a otra cosa que no fuera el
anillo, como así fue en 2006 ganando su quinto título como entrenador jefe (los
mismos que Popovich, sólo les superan Jackson y Auerbach), del mismo modo que
después de dirigir a la franquicia en el peor año de su historia (el 15-67 de
2008) no dudo en volver a los despachos y apostar por un joven Erik Spoelstra
quien con 37 años se convertía en el entrenador más joven de la NBA, sin apenas
experiencia más allá de sus años como asistente de Riley y sus recordados, por
pintorescos pero igualmente meritorios, comienzos como montador de video para
sesiones de “scouting” ante los rivales. Riley confió absoluta y plenamente en
Spoelstra para dirigir a un equipo tan reforzado como lo significó la llegada
de LeBron James y Chris Bosh y con quien ganaría dos anillos pese a perder sus
primeras finales y escuchar voces criticando la falta de preparación de un
técnico que actualmente es que el más temporadas lleva en un mismo banquillo
tras el sempiterno Greg Popovich.
Porque finalmente la tan cacareada “cultura Heat” lo
que viene a demostrarnos es una cierta resiliencia, o quizás conservadurismo, el
lampedusiano mantra de que todo debe cambiar para que todo siga igual. Los Heat
nos recuerdan lo que cuesta de verdad un relevo generacional (que se lo
pregunten a Brown y a Tatum, que se lo pregunten a Antetokounmpo) y que al
final la calidad de una buena película de acción depende de cuán grande sea el
villano. Unos Miami Heat colados de rondón de nuevo en unas finales de la NBA
nos recuerdan, finalmente, que Riley siempre ha estado ahí aceptando ese papel.
El de entregarse al lado oscuro de la fuerza.
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