martes, 3 de julio de 2012

FÚTBOL NO ES FÚTBOL

El nuevo Maestro Zen



Imagino que puede haberle entrado algún pequeño escalofrío al lector ante el título de esta entrada a priori tan alejada de las canchas de 28x15 que concentran nuestra atención y donde se cuece nuestra mayor felicidad a plena ebullición. No se preocupen, desde aquí mismo admitimos también que en el fútbol moderno se encuentran muchas de las cosas que más detestamos del deporte y que se alejan completamente del concepto de la esencia misma del citado deporte, esa que nace cuando un par de griegos se ponen a echar una carrera por la colina de Cronos sólo por el placer de competir y el orgullo de ver quien tiene las piernas más rápidas, y no por discernir quien es más guapo, más famoso, o luce el peinado más horrible. 

No obstante es en el fútbol de selecciones nacionales donde si sigue latiendo cierto espíritu honorable, y donde el misticismo de un deporte tan grande como el del balompié permanece inquebrantable gracias al arrojo de unos tipos que se juntan todos los veranos (fases de clasificación aparte) bajo una misma bandera y escudo, y realmente es muy difícil de sustraerse de la emoción y épica de un torneo como una Eurocopa o un Mundial, que nos traen tantísimos recuerdos a los de mi generación, quienes crecimos con las hazañas de hombre y nombres ya inmortales y que nos retrotraen a felices jornadas de nocilla y televisión. Sócrates, Zico, Platini, Rossi, Zoff y un largo etcétera a los que emular la tarde siguiente en cualquier campo cercano, sin importar que fuera de hierba o de cemento o de que nos dejásemos en ello nuestras benditas y prepúberes espinillas. Y por supuesto, los nuestros, esos ídolos vestidos de rojo que por alguna u otra razón se la acababan pegando cuando más feliz pintaba el final de la película. Un balón que se le escapaba a nuestro guardameta por debajo del cuerpo, algún penalti mandado al limbo, o la permisividad del árbitro de turno con unos rivales que siempre habían ganado algo más que nosotros y se merecían más respeto por parte de los estamentos que el que nuestra camiseta pudiera imponer.  

Sócrates y Zico, el "xogo bonito" del 86.


Hasta que un buen día y de golpe y porrazo (o mejor dicho, tres porrazos consecutivos) hemos visto como todos esos fantasmas del pasado se quedan en un mal recuerdo. Dentro de esta “edad dorada” del deporte español, el fútbol, el mayor espectáculo de masas europeo, también ha conseguido darnos una serie de deportistas excepcionales que se unen a la fabulosa camada surgida de entre algunos de nuestros compatriotas más ilustres nacidos en los primeros años 80. Xavi Hernandez (1980) e Iker Casillas (1981) son la punta de lanza de esta generación, y los equivalentes a nivel baloncestístico de lo que serían Navarro o Pau Gasol (ambos nacidos en 1980), y dos jugadores que al igual que nuestros genios baloncestísticos se conocen desde las selecciones de formación, donde ya forjaron su amistad y respeto mutuo.

Una década haciéndonos felices.


Y aquí es donde queríamos llegar, claro, para darle sentido a esta entrada, llevar el ascua a nuestra sardina y zampárnosla sin ningún miramiento y dejar que atruenen ahí fuera sobre falsos nueves, dobles pivotes y demás debates estériles que deberían quedar enterrados en cuanto hemos hecho historia de una manera abrumadora logrando lo que jamás nunca se había conseguido con tres grandes torneos de selecciones conquistados de manera consecutiva. 

De modo que vamos a llevar esto a nuestro terreno. Verano de 2006, Saitama, Japón. Ahí comenzó la leyenda de un grupo de campeones que han llevado el baloncesto español a las cotas más altas jamás soñadas. El oro mundial que se cuelgan los muchachos de Pepu Hernández, quien queda señalado desde aquel momento como un brillante gestor de recursos humanos, viene acompañado posteriormente de una extraordinaria cosecha de nada menos que dos oros europeos, una plata olímpica y otra plata europea. Esa selección se convirtió en un magnífico ejemplo en el que poder mirarse como paradigma de ciertos valores imprescindibles a la hora de hablar de un grupo consecuente con el éxito, tales como el compromiso, el esfuerzo y la solidaridad entre los compañeros. De modo que en cierta manera el éxito y el estilo de aquellos chicos y aquel entrenador tranquilo y poco mediático que gustaba vivir alejado de las trincheras y los fuegos de artificio sin dar una palabra más alta que otra fue un pequeño empujón para nuestro fútbol.   

Saitama marcó el camino.


La hazaña de Saitama, que inició como decimos nuestra mejor época de la historia del deporte de la canasta, comenzó sin embargo a gestarse varios años antes, cuando asistimos a la feliz casualidad de que se juntaron en la misma época un grupo de chavales con calidad y ambición a partes iguales y capaces de navegar por la vida sin miedo al fracaso. Pero aparte de calidad y ambición también iban provistos de humildad, capacidad de esfuerzo, y respeto por rivales y compañeros, y por supuesto repeto por unos magníficos entrenadores de formación (ahí brilla con luz propia el nombre de Charly Sainz de Aja), en definitiva el huir del éxito fácil y vivir el deporte, su deporte, ese para el que han sido elegidos por los dioses (y por lo que deben sentirse unos privilegiados felices con la vida y no unos niñatos malencarados con falsa pose de rebelde de baratija), con profesionalidad y compromiso. 

La imagen de aquel líder impecable que ha sido siempre Pau Gasol lesionándose a dos minutos del final de aquella semifinal que cambió para siempre nuestra historia (algo así como la tanda de penalties que las manos de Iker Casillas inclinaron para nuestro lado en los cuartos de final de la Eurocopa 2008 contra Italia, marcando el punto de inflexión entre una suerte antaño esquiva y la gloria inminentemente venidera), saliendo a hombros de su hermano Marc y un enorme Garbajosa, para al día siguiente estar a pie de pista espoleando a un equipo que ante su ausencia reaccionó como un solo hombre para firmar una final de escándalo ante Grecia a la que borraron de la pista desde el minuto 1 (y otra vez, excelso Jorge Garbajosa, ahora que acaba de retirarse y la memoria reciente no le hace justicia, hay que recordar el jugador que era antes de su grave lesión en Toronto), o el gesto de Pepu Hernández conociendo en víspera de la final la noticia de la perdida de nada menos que su padre, suceso que guardó en el más absoluto de los silencios y que sólo conocimos, al igual que los jugadores, cuando el cetro mundial era nuestro… aquel campeonato dejó inolvidables detalles y muestras, pistas para conducirse al éxito desde el mejor de los estados anímicos. Pero sobre todo dejó un mensaje bien claro: podíamos ser campeones sin necesidad de hacer ruido ni de disparar cañones. Podíamos ganar siendo fluidos como el agua, y no duros como una piedra. En definitiva, éramos unos campeones zen.     

Un líder tranquilo.


El “maestro zen” como bien sabrán los aficionados es como se conoce al gran Phil Jackson, un tipo que ha sido capaz de conseguir nada menos que trece anillos de campeón de la NBA (ya que a sus once como entrenador, hay que añadir dos como jugador, aunque su ascendencia sobre el equipo no fuera la misma que como técnico) con la enorme tranquilidad de quien confía en sus posibilidades ajeno a las críticas externas y fiel a su propio estilo sin apartarse de su camino. Me resulta imposible que haya un solo aficionado al deporte del baloncesto que considere que los éxitos de Jackson se hayan debido tan solo a la suerte, al haber tenido la fortuna de contar con los jugadores más dominantes del globo en cada momento (Jordan, Pippen, Rodman, Kobe, Shaquille, Pau Gasol…), más bien al contrario, el seguidor de este juego considerará al entrenador de Montana como la pieza clave en encauzar las carreras ganadoras de sus pupilos, como el inteligente gestor que ha sabido tocar la tecla adecuada en cada momento, sea la emocional, la técnica, la táctica o la física. Comprenderán por tanto que me resulta más agradable moverme en las amables coordenadas de un deporte que hace justicia a quien en justicia triunfa, que en otro en el cual a quien acaba de erigirse en el mejor entrenador de todos los tiempos, siendo el único en haberse proclamado campeón del mundo y del continente tanto en selecciones internacionales como en clubes, no se le trata con el mismo respeto y debida admiración por el trabajo bien hecho. 

Quizá sea, y contradiciendo a Vujadin Boskov, porque en el fondo “fútbol no es fútbol”.    

¿Dudar de Jackson?, ¡hay que tener bigotes!

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