El nuevo Maestro Zen |
Imagino que puede haberle entrado algún pequeño escalofrío
al lector ante el título de esta entrada a priori tan alejada de las canchas de
28x15 que concentran nuestra atención y donde se cuece nuestra mayor felicidad
a plena ebullición. No se preocupen, desde aquí mismo admitimos también que en
el fútbol moderno se encuentran muchas de las cosas que más detestamos del
deporte y que se alejan completamente del concepto de la esencia misma del citado
deporte, esa que nace cuando un par de griegos se ponen a echar una carrera por
la colina de Cronos sólo por el placer de competir y el orgullo de ver quien
tiene las piernas más rápidas, y no por discernir quien es más guapo, más
famoso, o luce el peinado más horrible.
No obstante es en el fútbol de selecciones nacionales donde
si sigue latiendo cierto espíritu honorable, y donde el misticismo de un
deporte tan grande como el del balompié permanece inquebrantable gracias al
arrojo de unos tipos que se juntan todos los veranos (fases de clasificación
aparte) bajo una misma bandera y escudo, y realmente es muy difícil de
sustraerse de la emoción y épica de un torneo como una Eurocopa o un Mundial,
que nos traen tantísimos recuerdos a los de mi generación, quienes crecimos con
las hazañas de hombre y nombres ya inmortales y que nos retrotraen a felices jornadas
de nocilla y televisión. Sócrates, Zico, Platini, Rossi, Zoff y un largo
etcétera a los que emular la tarde siguiente en cualquier campo cercano, sin
importar que fuera de hierba o de cemento o de que nos dejásemos en ello
nuestras benditas y prepúberes espinillas. Y por supuesto, los nuestros, esos
ídolos vestidos de rojo que por alguna u otra razón se la acababan pegando
cuando más feliz pintaba el final de la película. Un balón que se le escapaba a
nuestro guardameta por debajo del cuerpo, algún penalti mandado al limbo, o la
permisividad del árbitro de turno con unos rivales que siempre habían ganado
algo más que nosotros y se merecían más respeto por parte de los estamentos que
el que nuestra camiseta pudiera imponer.
Sócrates y Zico, el "xogo bonito" del 86. |
Hasta que un buen día y de golpe y porrazo (o mejor dicho,
tres porrazos consecutivos) hemos visto como todos esos fantasmas del pasado se
quedan en un mal recuerdo. Dentro de esta “edad dorada” del deporte español, el
fútbol, el mayor espectáculo de masas europeo, también ha conseguido darnos una
serie de deportistas excepcionales que se unen a la fabulosa camada surgida de
entre algunos de nuestros compatriotas más ilustres nacidos en los primeros
años 80. Xavi Hernandez (1980) e Iker Casillas (1981) son la punta de lanza de
esta generación, y los equivalentes a nivel baloncestístico de lo que serían
Navarro o Pau Gasol (ambos nacidos en 1980), y dos jugadores que al igual que nuestros genios baloncestísticos se conocen desde las selecciones de formación, donde ya forjaron su amistad y respeto mutuo.
Una década haciéndonos felices. |
Y aquí es donde queríamos llegar, claro, para darle sentido
a esta entrada, llevar el ascua a nuestra sardina y zampárnosla sin ningún
miramiento y dejar que atruenen ahí fuera sobre falsos nueves, dobles pivotes y
demás debates estériles que deberían quedar enterrados en cuanto hemos hecho
historia de una manera abrumadora logrando lo que jamás nunca se había
conseguido con tres grandes torneos de selecciones conquistados de manera
consecutiva.
De modo que vamos a llevar esto a nuestro terreno. Verano de
2006, Saitama, Japón. Ahí comenzó la leyenda de un grupo de campeones que han
llevado el baloncesto español a las cotas más altas jamás soñadas. El oro
mundial que se cuelgan los muchachos de Pepu Hernández, quien queda señalado
desde aquel momento como un brillante gestor de recursos humanos, viene
acompañado posteriormente de una extraordinaria cosecha de nada menos que dos
oros europeos, una plata olímpica y otra plata europea. Esa selección se
convirtió en un magnífico ejemplo en el que poder mirarse como paradigma de
ciertos valores imprescindibles a la hora de hablar de un grupo consecuente con
el éxito, tales como el compromiso, el esfuerzo y la solidaridad entre los
compañeros. De modo que en cierta manera el éxito y el estilo de aquellos
chicos y aquel entrenador tranquilo y poco mediático que gustaba vivir alejado
de las trincheras y los fuegos de artificio sin dar una palabra más alta que
otra fue un pequeño empujón para nuestro fútbol.
Saitama marcó el camino. |
La hazaña de Saitama, que inició como decimos nuestra mejor
época de la historia del deporte de la canasta, comenzó sin embargo a gestarse
varios años antes, cuando asistimos a la feliz casualidad de que se juntaron en
la misma época un grupo de chavales con calidad y ambición a partes iguales y
capaces de navegar por la vida sin miedo al fracaso. Pero aparte de calidad y
ambición también iban provistos de humildad, capacidad de esfuerzo, y respeto
por rivales y compañeros, y por supuesto repeto por unos magníficos
entrenadores de formación (ahí brilla con luz propia el nombre de Charly Sainz
de Aja), en definitiva el huir del éxito fácil y vivir el deporte, su deporte,
ese para el que han sido elegidos por los dioses (y por lo que deben sentirse
unos privilegiados felices con la vida y no unos niñatos malencarados con falsa
pose de rebelde de baratija), con profesionalidad y compromiso.
La imagen de aquel líder impecable que ha sido siempre Pau
Gasol lesionándose a dos minutos del final de aquella semifinal que cambió para
siempre nuestra historia (algo así como la tanda de penalties que las manos de
Iker Casillas inclinaron para nuestro lado en los cuartos de final de la
Eurocopa 2008 contra Italia, marcando el punto de inflexión entre una suerte
antaño esquiva y la gloria inminentemente venidera), saliendo a hombros de su
hermano Marc y un enorme Garbajosa, para al día siguiente estar a pie de pista
espoleando a un equipo que ante su ausencia reaccionó como un solo hombre para
firmar una final de escándalo ante Grecia a la que borraron de la pista desde
el minuto 1 (y otra vez, excelso Jorge Garbajosa, ahora que acaba de retirarse
y la memoria reciente no le hace justicia, hay que recordar el jugador que era
antes de su grave lesión en Toronto), o el gesto de Pepu Hernández conociendo
en víspera de la final la noticia de la perdida de nada menos que su padre,
suceso que guardó en el más absoluto de los silencios y que sólo conocimos, al
igual que los jugadores, cuando el cetro mundial era nuestro… aquel campeonato
dejó inolvidables detalles y muestras, pistas para conducirse al éxito desde el
mejor de los estados anímicos. Pero sobre todo dejó un mensaje bien claro:
podíamos ser campeones sin necesidad de hacer ruido ni de disparar cañones.
Podíamos ganar siendo fluidos como el agua, y no duros como una piedra. En
definitiva, éramos unos campeones zen.
Un líder tranquilo. |
El “maestro zen” como bien sabrán los aficionados es como se
conoce al gran Phil Jackson, un tipo que ha sido capaz de conseguir nada menos
que trece anillos de campeón de la NBA (ya que a sus once como entrenador, hay
que añadir dos como jugador, aunque su ascendencia sobre el equipo no fuera la
misma que como técnico) con la enorme tranquilidad de quien confía en sus
posibilidades ajeno a las críticas externas y fiel a su propio estilo sin
apartarse de su camino. Me resulta imposible que haya un solo aficionado al
deporte del baloncesto que considere que los éxitos de Jackson se hayan debido
tan solo a la suerte, al haber tenido la fortuna de contar con los jugadores
más dominantes del globo en cada momento (Jordan, Pippen, Rodman, Kobe,
Shaquille, Pau Gasol…), más bien al contrario, el seguidor de este juego
considerará al entrenador de Montana como la pieza clave en encauzar las
carreras ganadoras de sus pupilos, como el inteligente gestor que ha sabido
tocar la tecla adecuada en cada momento, sea la emocional, la técnica, la
táctica o la física. Comprenderán por tanto que me resulta más agradable
moverme en las amables coordenadas de un deporte que hace justicia a quien en
justicia triunfa, que en otro en el cual a quien acaba de erigirse en el mejor
entrenador de todos los tiempos, siendo el único en haberse proclamado campeón
del mundo y del continente tanto en selecciones internacionales como en clubes,
no se le trata con el mismo respeto y debida admiración por el trabajo bien
hecho.
Quizá sea, y contradiciendo a Vujadin Boskov, porque en el
fondo “fútbol no es fútbol”.
¿Dudar de Jackson?, ¡hay que tener bigotes! |
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