Mostrando entradas con la etiqueta Shaquille O'Neal. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Shaquille O'Neal. Mostrar todas las entradas

viernes, 23 de enero de 2015

GASOL STAR WEEKEND



¿Dónde te escondes, hermano?


El sueño se hizo realidad. Por primera vez en la historia dos hermanos serán titulares en un All Star Game de la NBA, con la particularidad de que no son nativos estadounidenses sino compatriotas nuestros, que han tenido que trabajar muy duro y derribar muchos prejuicios para llegar a alcanzar este estatus. El baloncesto español ha evolucionado de una manera tan brutal que cualquier niño de mi generación que haya crecido deslumbrado viendo por primera vez la NBA de mediados/finales de los 80, hubiera mandado encerrar a un cotolengo bajo siete llaves a quien hubiese osado afirmar que apenas 30 años después íbamos a haber vivido cosas como el ser campeones del mundo, disputar dos finales olímpicas con opciones de victoria ante equipos plagados de estrellas NBA, contemplar a uno de los nuestros ganar dos anillos consecutivos siendo el segunda espada de nada menos que Los Angeles Lakers… o ver a dos hermanos originarios de Sant Boi de Llobregat estando entre los diez jugadores favoritos por los aficionados de todo el globo terráqueo para disputar el partido de las estrellas. Es decir, entre los diez mejores jugadores del mundo actualmente, los diez más deslumbrantes. 

En el caso de Pau le llega a sus 34 años, en uno de los mejores momentos de su carrera y como ejemplo del tipo de deportista que representa. El competidor nato que se empeña en ser mejor cada día en su ámbito individual y ayudar con ello al colectivo para el que trabaja (otro ejemplo, a una escala más modesta como es el basket FIBA, pero también dentro de nuestra mejor generación de la historia, sería el actual Felipe Reyes) Callando voces que le calificaban de “acabado”, como la de Shaquille O’Neal, quien en una conversación televisiva con otro ilustre bocazas como Charles Barkley tildó con ese adjetivo al mejor jugador español de todos los tiempos. Quizás Shaq hablaba por experiencia propia, sabiendo lo que significa estar acabado, cuando tiró por los suelos el final de su carrera mudándose constantemente de franquicia con la única intención de ampliar un palmarés que ya no volvió a crecer y haciendo olvidar al pívot que había deslumbrado en Florida y California. Le tenemos mucho cariño a O’Neal por todo lo que ha representado para el baloncesto, pero también nos fastidia que a este tipo de personajes se les de un altavoz para decir la primera tontería que se les pase por sus cabezas, dejando de lado análisis más serios que por desgracia el aficionado debe rebuscar más entre tanta basura amarilla y sensacionalista que rodea el deporte (aún así nos congratulamos de que el baloncesto no llegue ni por asomo a los niveles execrables del fútbol en ese sentido)


A ver quien la suelta más gorda 


Respecto a Marc, tras reconocimientos como mejor defensor del año e integrar el segundo quinteto ideal de la liga en la temporada 2012-13 (en una edición en la que en el primero, en el puesto de pívot, estaba un cuatro como Tim Duncan, es decir, Marc fue considerado el mejor cinco del campeonato), reconocimientos que no pudo reeditar el pasado curso por culpa de las lesiones, este premio por parte de la afición le llega a punto de cumplir los 29 años y alcanzar el cenit de su carrera baloncestística (suele ocurrir alrededor de los 30), superando en las votaciones a todo un ídolo como Dwight Howard y reabriendo un debate que cada vez tiene más a su favor: ¿es el mejor pívot puro del mundo a día de hoy?, posiblemente sí. 

Y ahora vayamos a la realidad de lo que supone ser titular en un All Star Game, ya que desgraciadamente el talibanismo baloncestístico entre FIBA y NBA es de doble dirección, y en Europa muchos aficionados siguen considerando que no se trata más que de una pachanga sin valor alguno. Por encima de consideraciones deportivas, significa estatus, reconocimiento, valor. Un valor que se traduce en contratos publicitarios, mejores posibilidades de negociaciones con las franquicias, más respeto por parte de entrenadores, rivales, compañeros, árbitro y público, mayor atención mediática, mayo peso en el vestuario, mayor crédito en el equipo incluso cuando no estés en tu mejor momento, capacidad para ejercer liderazgo, y un largo etcétera de cuestiones que se podrían resumir en ser la clase más alta posible dentro de una competición que es claramente clasista y donde los roles siempre están muy definidos. 

En efecto, la NBA es clasista, pero es un clasismo en cierta medida justo. Dicho de otro modo, da oportunidades y premia el talento y el esfuerzo. Pensemos en nuestros protagonistas. Pau era un auténtico desconocido en Estados Unidos (y apenas una estrella emergente en Europa) cuando desembarca en el baloncesto norteamericano en el arhturcclarkeriano año de 2001. Europeo, blanco y flaco, tuvo que ganarse todo el reconocimiento que ahora tiene a base de trabajo duro y de derribar muchos prejuicios (no del todo derribados, y a lo de Shaquille O’Neal nos remitimos de nuevo) Tampoco eran nadie para el público estadounidense Tony Parker (elegido al final de la primera ronda de precisamente el mismo draft que Pau) o Dirk Nowitzki (venía de la segunda división alemana), hoy día estrellas consagradas y ganadores de premios tanto individuales como colectivos. Las mismas oportunidades que Pau, Parker o Nowitzki las han tenido los Barnagni o Milicic pero ni de lejos han llegado al nivel de los tres primeros. ¿La diferencia? La ética de trabajo en el caso del italiano, el talento (de ética ya ni hablamos) en el caso del segundo. No sé si el mito de Estados Unidos como “la tierra de las oportunidades” es cierto, pero seguro que en el caso del baloncesto profesional si es así. Piensen si no en casos de jugadores venidos de la liga de desarrollo que con un contrato temporal se convierten en estrellas (Jeremy Lin), jugadores hundidos en segunda ronda del draft que adelantan a toda velocidad a quien se les pone por delante en cuanto tienen minutos (Monta Ellis) o incluso jugadores no drafteados y que parecían destinados a ser carne de baloncesto europeo (Ben Wallace) En efecto, el baloncesto NBA es clasista, pero no es un clasismo en el que se juega con los naipes marcados. Baloncestistas con peores cartas de mano que otros que llegaban como números uno del draft o como estrellas mediáticas casi desde High School han escalado más alto y demostrado la valía de su juego en cuanto alguien les ha abierto una rendija por donde introducir su talento.   


Nowitzki, de la segunda alemana a primer europeo MVP de la NBA.


Aún más sangrante es el caso de Marc Gasol, quien no sólo ha tenido que derribar prejuicios en Estados Unidos si no en nuestro propio país. Recuerden aquel inolvidable verano de 2006 (sí, campeones del mundo), el mediano de los Gasol, el “zampabollos” que apenas encontraba minutaje en pista en un Barcelona regido bajo el látigo de Dusko Ivanovic, se colaba para sorpresa de todos en la lista definitiva para el Mundial de Japón. La sentencia popular era clara: “le llevan por ser el hermano de…”

Marc respondió a la confianza depositada por Pepu Hernández (5,5 puntos y 3,3 rebotes por partido en 12,5 minutos de juego, con un 77,3% en tiros de campo, llegando a jugar 17 minutos en la final ante Grecia con un buen trabajo defensivo y reboteador en ausencia por lesión de su hermano Pau) y a partir de ahí no ha dejado de evolucionar. Parecía que simplemente necesitaba que alguien le diera un empujón, una muestra de confianza como la que recibió de Pepu (claro que nunca sabremos que hubiera sucedido de no lesionarse Fran Vázquez, para quien estaba destinada la plaza que finalmente ocupó Marc) El trabajo físico comenzó a notarse en su cuerpo, dejando atrás al adolescente que había llegado a rondar los 160 kilos de peso. El Akasvayu Girona sería el club donde le veríamos explotar. En medio de su segunda temporada en aquel equipo se convirtió en noticia NBA de manera indirecta, siendo protagonista involuntario y secundario de uno de los trades más impactantes de los últimos tiempos, él que llevaba a su hermano Pau a Los Angeles Lakers donde ganaría dos anillos y jugaría tres finales a cambio, entre otras cosas, de uno de los grandes fiascos de la historia (Kwame Brown) y de los derechos de Marc Gasol. Gregg Popovich, quien tantas veces ha demostrado un gran ojo clínico, calificó el movimiento como “el robo del siglo”, e incluso en España admitimos que los Grizzlies salían perdiendo con el cambio de hermano. Lo bueno para Marc, quien estaba jugando a un nivel espectacular aquella temporada 2007-08 (acabó siendo MVP de la liga ACB), era que en caso de decidir dar el salto a la NBA lo haría a una franquicia en reconstrucción, sin apenas presión, y con escasa competencia en el puesto de pívot. Una vez más se abría un hueco por donde dejar salir todo su baloncesto, para un jugador que en su empeño de llegar a lo más alto aprovechó las vacaciones de verano tras su primer curso en Memphis para correr 14 kilómetros diarios con pesos de 13 kilos y cuesta arriba por Barcelona, o entrenarse con su antiguo compañero en Girona Darryl Middleton para mejorar sus movimientos en la zona, juego de pies, y juego al poste. 


En definitiva la historia de los Gasol se puede resumir en tres ingredientes: oportunidades, talento y trabajo. No hubieran llegado donde están sin ninguno de los tres. Muchos tuvieron los dos primeros, pero el tercero, el que depende más del propio deportista que de condicionantes externos, lo abandonaron. Pau y Marc no. Por eso ya tienen un sitio asegurado en el más resplandeciente olimpo baloncestístico.    


Ahí donde lo ven, se estaba gestando un All Star titular.

miércoles, 5 de junio de 2013

GRANT HILL, EL CRACK REINVENTADO (II): EL MITO DEL AVE PHOENIX SE TORNA REALIDAD



T-Mac y Grant Hill. Talento quebradizo.



En verano de 2000 la aventura del amigo Grant en la MoTown llega a su fin. Los Pistons envían al alero a Orlando a cambio de dos piezas en principio discretas: el base Chucky Atkins y el granítico pívot Ben Wallace. Ambos conquistarán el anillo con la camiseta de Detroit en 2004 a las órdenes de Larry Brown, siendo “Big Ben” Wallace una de las piezas claves con su magnífica defensa sobre Shaquille O’Neal en aquellas finales. Visto con la perspectiva del tiempo, los Pistons acertaron con el movimiento, por mucho que en aquel momento los aficionados nos echásemos las manos a la cabeza. No era para menos. Se iba nuestra gran estrella y lo hacía precisamente en su mejor temporada, dejando unos números de autentico megacrack. 25.8 puntos, 6.6 rebotes, 5.2 asistencias y 1.4 robos de balón que volaban a Florida, a los emergentes Orlando Magic de Doc Rivers y con Tracy McGrady como compañero estelar. Números de jugador total que le emparentaban en la genealogía de los Oscar Robertson, “Magic” Johnson, Larry Bird o lo que actualmente significa LeBron James. Sin embargo, y sin que nadie lo hubiera podido prever, aquello significó el comienzo del calvario de Hill en forma de lesiones, o más bien, la continuación de su infortunio con una lesión en el tobillo ante Philadelphia a poco de terminar su última temporada regular con Detroit. Hill descansó los tres partidos siguientes con los que la regular season tocaba a su fin, pero arriesgó para jugar en primera ronda contra Miami, castigando su pierna de manera decisiva para el futuro. Posteriormente declararía que jugó aquella serie presionado por el entorno de Detroit y luchando contra la alargada sombra de Isiah Thomas, de quien aún se recuerda su épica gesta anotando 25 puntos en un cuarto con el tobillo lesionado en las finales del 88 frente a Los Angeles Lakers.

Con la herencia de esa lesión a cuestas, la carrera posterior de Hill ofrece datos desoladores. En sus tres primeras temporadas en Florida, de un total de 246 partidos de temporada regular, sólo es capaz de vestirse de corto en 47 ocasiones. La leyenda negra del jugador comienza nada más aterrizar en su nuevo destino, ya que en su primer curso sólo aparece en pista en cuatro contadas ocasiones, truncando las ilusiones de quienes deseaban disfrutar del espectáculo de la pareja de malabaristas Hill-McGrady. En plena tercera y fatídica temporada aún vendría lo peor. En Marzo de 2003 Hill se somete por cuarta vez a una operación de tobillo, y en esta ocasión del modo más drástico posible. Peligraba la carrera de quien había firmado un contrato de 93 millones de dólares por vestir durante siete temporadas la camiseta de la ciudad de Disneyworld, de modo que los cirujanos buscaron rizar el rizo para que aquel brutal talento no desapareciera de las canchas. Hill pasa por el quirófano para someterse a una compleja operación con la finalidad de reconstruir su tobillo mediante material genético y librarse de los tres tornillos con los que se veía condenado a vivir y a jugar al deporte que amaba. Parecía una buena apuesta, pero el infortunio se ceba una vez más con nuestro protagonista, quien incluso ve peligrar su vida tras la operación. En efecto, a los cinco días de pasar por el quirófano sobreviene la tragedia. Hill, aquejado de alta fiebre (más de 40º) y sufriendo espasmos y convulsiones, es ingresado en Cuidados Intensivos donde se le detecta una grave infección de estafilococos en el tobillo operado. Recibe injertos de su propia piel para luchar contra la nueva herida, y una vez que su vida es salvada, aún le espera una larga lucha contra la enfermedad en forma de tratamiento de seis meses con antibióticos intravenosos. El estatus de Hill pasa del de lesionado crónico al de moribundo.  

Y tras el infierno… la resurrección. Hill vuelve a las canchas el 3 de Noviembre de 2004. Habían pasado 657 días desde su última aparición pública como jugador profesional de baloncesto. Al estilo de Fray Luis de León nuestro protagonista decide soltar un “como decíamos ayer” sobre la cancha presentando una lustrosa tarjeta de 20 puntos, 4 rebotes y 2 asistencias en 33 minutos de juego. Tiene por aquel momento 31 años, pero en cierta manera, es un debutante. Un hombre reinventándose a si mismo. Ya no está McGrady, quien ha llevado su talento (y sus lesiones) a Houston, pero Hill se encuentra con un joven grupo de jugadores en progresión donde destaca un gigantón de 19 años con hombros de acero llamado Dwight Howard. Era el primer año del center, al igual que el del base Jameer Nelson, quienes trabajan a la sombra de los Steve Francis, Hedo Turkoglu, y por supuesto, un Grant Hill dispuesto a volver a empezar.   


El retorno del dandy


¿Había vencido por fin a la mala suerte? Desgraciadamente no. Pese a acabar brillantemente la temporada 2004-05 de su regreso a las pistas (19.7 puntos por partido y retorno al All Star Game), el año siguiente le depara nuevas y desagradables sorpresas. Ahora es una pubalgia la que hace que durante el curso 2005-06 Hill despliegue su talento una vez más con cuentagotas (únicamente disputa 21 partidos) La temporada siguiente se presentaba crucial para el alero, ya que finalizaba contrato en Florida y su futuro se presentaba bastante incierto. Su curso resulta bastante discreto (14.4 puntos por partido), pero la gran noticia está en sus 65 partidos disputados con una media de 30.9 minutos por encuentro. Con 34 años se convertía en agente libre. Castigado por las lesiones, sí, pero con una calidad innata como muy pocos jugadores de la liga, también. Novias no le iban a faltar, y aparece una muy brillante y soleada, tanto es así que la siguiente y casi definitiva andadura nos presenta la mejor versión posible del jugador desde sus tiempos en Detroit. Un Grant Hill ya definitivamente reconvertido y rehecho con los mejores porcentajes de tiro de su carrera. 

Seguro que han escuchado hablar alguna vez del mito de la Fuente de la Eterna Juventud. Si hubiera que ubicarla en alguna ciudad moderna, no se me ocurre mejor emplazamiento que en Phoenix, Arizona. Y es que allí un “jovencito” Steve Nash jugaba el mejor baloncesto de su carrera en unos indómitos Phoenix Suns que desataban tormentas perfectas por todas las canchas de la NBA bajo el mandato de un apóstol del “run&gun” como Mike D’Antoni. Nash había sido dos veces MVP de la temporada regular y había llevado a su equipo a dos finales de conferencia consecutivas. Los Suns no eran un equipo campeón, pero unánimemente eran el conjunto más atractivo para cualquier aficionado imparcial por aquellos momentos. Desde los despachos de la franquicia de los soles lo tuvieron claro. Hill podría ser la pieza ideal que encajase en el esplendoroso puzzle constituido por piezas del talento de Steve Nash, Amar’e Stoudemire, Shawn Marion y Boris Diaw. Por primera vez en su carrera, Hill se veía con opciones reales de optar al anillo de campeón. Curiosamente en Phoenix podía sentirse como el auténtico protagonista de la leyenda del ave renacido de sus cenizas.

Además  de los citados, jugadores de la clase de Leandro Barbosa, Raja Bell o la por aquel entonces promesa Marcus Bank mostraban la sobredosis de talento exterior para un equipo para el que correr era una cuestión vital más que un estilo de juego. Cansados de ser un club admirado por su espectáculo pero abocado a la derrota cuando llegaban los momentos decisivos frente a equipos más duros (en especial los San Antonio Spurs), en Phoenix deciden dar un giro y apostar por meter centímetros y kilos en la pintura. Y nadie mejor que otro ilustre veterano como Shaquille O’Neal (en el nómada carrusel en busca de anillos que no llegaban que protagonizó la parte final de su carrera) para ejemplificar todo ello. Shaq, rebautizado como “Big Cactus”, llega en Febrero de 2008 a cambio de Marion y Banks. La cosa no termina de funcionar y los de Hill caen en primera ronda, contra, lo han adivinado, nuevamente unos San Antonio Spurs convertidos en auténtica bestia negra del club soleado. Batacazo colectivo al margen, Grant Hill recupera por fin su sitio en la NBA. Que su nombre aparezca en los box scores ya deja de ser noticia. Se vuelve a sentir importante. Sus números de 13 puntos, 5 rebotes y 3 asistencias en 31 minutos por partido con porcentajes del 50% de acierto en tiros de campo, para un jugador de 35 años con cuatro operaciones en el tobillo y que cinco años antes se encontraba al borde de la muerte, no están nada mal como ejemplo de superación, lucha y constancia en la mejor liga de baloncesto del mundo. Pero lo mejor estaba por llegar.  


Dos maduritos en busca de anillos.


La temporada siguiente apuntaba un cambio de estilo en la franquicia arizoniana con la marcha de Mike D’Antoni, auténtico arquitecto del vistoso juego de Phoenix a New York. No fue fácil. Terry Porter como nuevo inquilino del banquillo de los Suns buscó dotar al grupo de mayor empaque defensivo. El resultado fue un equipo falto de chispa y abandonado de su personalidad anterior. Porter no acabó la temporada, siendo sustituido por su asistente Alvin Gentry. Hill por fin estaba pletórico de salud, llegando a jugar por primera vez en su vida y con 36 años los 82 partidos de la temporada regular. ¡Por fin! Pero la desgracia rondaba cerca, en este caso en la figura del fundamental Amar’e Stoudemire, quien sufre un desprendimiento de retina en un choque contra Los Angeles Clippers. El power-forward se pierde los últimos meses de competición y los Suns se ven fuera de post-temporada por vez primera en los últimos cinco años. Cuando Hill lograba remontar el vuelo en el plano individual se encontraba con otra decepción grupal. La historia de su vida. Sus números y minutos en la pista van descendiendo gradualmente (12 puntos, 4.9 rebotes y 2.3 asistencias), pero alcanza un excelso 52,3% en tiros de campo, y sobre todo el reconocimiento unánime de la afición que ya identifica en esta segunda juventud del alero un ejemplo de imbatible tenacidad y amor por el baloncesto. Mil veces caído, tantas otras puesto en pie.  

El curso posterior deparaba buenos momentos para nuestro hombre. 81 partidos en liga regular (sólo se pierde uno), todos ellos como titular, con 30 minutos en pista, dejando 11.3 puntos por partido, 5.5 rebotes y 2.4 asistencias. Sigue siendo un todoterreno fiable. Y a sus 37 años se da otro gustazo con la misma ilusión de un debutante: por fin sabe lo que es ganar eliminatorias de play offs. Portland en primera ronda, para posteriormente  vapulear a sus grandes enemigos de San Antonio con un inapelable 4-0. Finalmente caerán ante los vigentes campeones por aquel entonces, los Lakers de nuestro Pau Gasol quienes iban camino de su segundo título consecutivo. Nunca Grant Hill había llegado tan lejos en una temporada. El baloncesto se lo debía. 

Aún jugaría dos años más a buen nivel con la elástica de los Suns, sin bajar de los 10 puntos por partido, pero sin pisar play offs. Finalmente la pasada temporada ya con 40 años intenta una nueva aventura en los pujantes Clippers de Chris Paul y Blake Griffin, a donde llega lesionado de su rodilla derecha y su papel finalmente acaba siendo bastante anecdótico. No ha sido la mejor de las despedidas posibles para un jugador único e irrepetible. Un baloncestista total que entre 1995 y 1999 repartió más asistencias que ningún otro jugador que no fuera base, que lideró a los Pistons en puntos, rebotes y asistencias durante tres campañas (sólo Wilt Chamberlain y él a lo largo de la historia han sido capaces de ser los máximos realizadores de las principales categorías del juego en un roster durante tres temporadas), y que en sus seis primeros años NBA acumuló 9393 puntos, 3417 rebotes y 2720 asistencias. Números sólo superados en el mismo periodo de tiempo por Oscar Robertson, Larry Bird y LeBron James. Sirva este dato para comprender la dimensión del jugador que en algún momento Hill llegó a ser, y el utópico límite al que hubiera aspirado traspasar de no mediar el infortunio en su carrera y su vida. Pero quédense también con esto: entre 2008 y 2011 jugó 243 de los 246 partidos de temporada regular de la NBA. No está mal para un tipo que, como Jack Palance en el brillante (e infravalorado) remake de “High Sierra”, “murió un millar de veces”.   


Que bello es vivir.




lunes, 12 de diciembre de 2011

FÍSICA Y QUÍMICA

Ben Wallace, profesor de Física.


Al hilo de lo que comentábamos en nuestra anterior entrada sobre Pau Gasol y su “puesta en el mercado” por parte del club angelino con el que ha disputado sus últimas y provechosas tres y media campañas NBA, seguimos hoy incidiendo en un mercado pre-season absolutamente frenético y salvaje que roza el canibalismo. Ha sido tanto el tiempo perdido en el lock-out que ahora toca recuperar terreno desde unos despachos que se convierten en trincheras bélicas donde no hay lugar para los sentimentalismos ni los titubeos. La NBA es el mayor espectáculo deportivo del mundo, pero también es un escenario de negociaciones cruento en el que los poderosos atletas de la canasta normalmente nunca tienen la última palabra. Ya lo dijo Kobe Bryant (el único jugador en toda la galaxia NBA con capacidad para vetar su propio traspaso) asediado por la prensa en el primer día del training camp lagunero. No se puede ser blando emocionalmente. Se trata simplemente de negocios. 

Mientras que Billups se dedicaba a la Química.


Comentábamos también que la historia de la NBA está llena de traspasos de jugadores históricos y ganadores de títulos de los que sus franquicias no dudaron en prescindir en cuanto pensaron que tocaba reconstrucción. Mencionaba el caso de Scottie Pippen, por lo que tiene de conocido en el imaginario popular como escudero de Michael Jordan en los Bulls ganadores de seis anillos, pero hay un caso bastante más reciente que para mí, personalmente, me resultó harto doloroso. El traspaso de Chauncey Billups por Allen Iverson. No vamos a volver a repetir todos los argumentos que esgrimí en su día en lo que consideré un error garrafal desde los despachos de la MoTown, desde esa franquicia que tanto he admirado a lo largo de los años, pero lo cierto es que la patada a Billups, MVP de las finales del 2004 en nuestro tercer y último anillo, fue el principio del fin para un club que había jugado nada más y nada menos que seis finales de conferencia de manera consecutiva. Seis finales en seis temporadas que fueron curiosamente las que el gran Chauncey vistió la elástica de la ciudad del motor. Su marcha a Denver por un jugador diametralmente opuesto en su concepción del baloncesto como juego de equipo como ha sido Allen Iverson tuvo consecuencias inmediatas en la hasta el momento exitosa plantilla de Detroit. Eliminados en primera ronda, y a partir de ahí, ausencia de participaciones en post-temporada.   

Con él llego el declive.


A pesar de que la NBA es una liga muy voluble, con franquicias que cambian con facilidad pasmosa de fisonomía y hasta de plaza, hay unos cuantos clubes con los que el aficionado encuentra una fácil identificación. Los casos más claros son Boston Celtics y Los Angeles Lakers, que por supuesto son las dos franquicias con mayor número de títulos en la historia de esta liga (17 los de Massachussets por 16 los californianos) A los verdes célticos se les suele relacionar con el orgullo, el trabajo y la sobriedad, caracterizados en jugadores como John Havliceck, su máximo anotador histórico, jugador que elevó la categoría de “sexto hombre” a la de estrella absoluta, sin ser titular ni un partido, y anticipo de Larry Bird como alero blanco de incontestable oficio ante el aro, Bill Russell, el hombre con más anillos en la historia, ganador de once ligas, posiblemente el mejor jugador defensivo de todos los tiempos y ejemplo de lo que debe ser un cestista para el juego colectivo por encima de los números individuales, y por supuesto, el citado Larry Bird, versión mejorada de Havliceck, dotado de uno de los mayores “IQ” baloncestísticos de la historia, alero con cerebro de base y con capacidad innata para la belleza estética del juego, pero cuyas limitaciones físicas le hicieron basarse en la sobriedad y eficacia por encima del espectáculo. Cierto es que también habría que mencionar al “Houdini de Hardwood”, el talentoso Bob Cousy, este si más dado al baloncesto prodigioso que sobrio, pero sin perder nunca la efectividad productiva. En definitiva jugadores serios, fríos, y muchos de ellos blancos. Los Lakers por otro lado siempre han significado el glamour y el espectáculo, incluso antes de la llegada del gran “Magic” Johnson y su showtime. Elgin Baylor, el “logo” Jerry West, el propio “Magic”, el martillo pilón de Worthy y sus contraataques asesinos, o esa serpiente mortal conocida como la Black Mamba encarnada en un jugador de baloncesto llamado Kobe Bryant, serían los exponentes de esa querencia angelina por el juego lustroso y espectacular (sin olvidar, por supuesto, su enorme dinastía de grandes pivots, desde Mikan hasta Shaquille) 

Un quinteto para el recuerdo.


Justo es reconocer también que mis queridos Detroit Pistons tienen sus propias señas de identidad. Un estilo rocoso, granítico, duro, sacrificado, en el que el componente principal es la química de equipo. Cierto es que hemos disfrutado del talento de los Thomas, Dumars, Billups o Rasheed Wallace, pero no es menos cierto que jugadores tan limitados técnicamente como Rick Mahorn o Ben Wallace, muy difícilmente pudieran haber sido piezas claves y jugadores titulares en un equipo campeón de la NBA, en otra franquicia que no fuera la de la ciudad más importante del estado de Michigan. Los buenos aficionados aún recuerdan sin titubear aquel equipo campeón de 2004, el último gran equipo de Detroit, que aplastó sin contemplaciones y contra todo pronóstico a los grandes favoritos. Unos Lakers que además de los ya por aquel entonces tricampeones Kobe Bryant y Shaquille O’Neal se habían reforzado con la presencia de dos impactantes veteranos como Karl Malone y Gary Payton, dos estrellas de renombre y probada solvencia que no dudaron en rebajar sus costosas fichas salariales para conseguir el ansiado sueño del anillo, una vez que veían sus carreras llegando al final (en el caso de Payton finalmente lo conseguiría más tarde en Miami, al lado de precisamente Shaquille), conformando entonces un impresionante “Fab Four” que parecía muy superior a los Pistons de Larry Brown impregnados de ese componente esencial para cualquier equipo campeón: química. 

El Príncipe, el último hombre...
...y su heredero, Austin Daye.


No fue aquel un éxito pasajero, como decimos aquellos Pistons jugaron seis finales del Este de manera consecutiva, aunque sólo consiguieron un título, en el recuerdo del aficionado figura ese quinteto que hacía del músculo una filosofía y de la defensa una religión. Billups-Hamilton-Prince-Sheed-Big Ben. El año anterior al anillo ya habían avisado de sus posibilidades de la mano del actual técnico campeón, ese sosias de Jim Carrey llamado Rick Carlisle, infravalorado y gran coach al que el tiempo le va haciendo justicia, llegando a la final de conferencia donde fueron derrotados por los Nets de Jason Kidd, Richard Jefferson y Kenyon Martin. Aquello fue el comienzo de más de un lustro de éxitos para la MoTown, que tocaron a su fin con la marcha del gran director, del “floor general”, de la excelsa batuta que manejaba como nadie Billups, a cambio de un egoísta e individualista Allen Iverson, posiblemente el jugador que mejor pueda representar la antítesis de la filosofía habitual en los de Michigan. Durante aquellos seis años el equipo se recompuso a la marcha del ahora retornado Ben Wallace, un extraño elemento que gracias a sus prestaciones en Detroit obtuvo un suculento contrato en Chicago que jamás hubiera podido imaginar en sus duros comienzos que le llevaron incluso a buscarse la vida en Italia. Con Rasheed Wallace retirado, y la noticia del corte del ya mítico RIP Hamilton, confinado al terreno de los “waivers” como un temporero cualquiera, y Big Ben relegado a un papel bastante residual en la actual y extraña plantilla de los Pistons, sólo Tayshaun Prince permanece como orgulloso estandarte de un reciente pasado ganador, esperando que los jóvenes pistones, entre ellos un clon del propio Prince llamado Austin Daye, el sorprendente Jonas Jerebko, o el imponente Greg Monroe, vuelvan a hacer que en la cartilla de notas de la franquicia de Detroit al final del curso se refleje nuevamente la máxima calificación, una Matrícula de Honor, en la que siempre fue la asignatura favorita de este equipo: la química.  

Waivers de lujo: RIP Hamilton y Chauncey Billups